martes, 29 de junio de 2010

UN POEMA DE CINTIO VITIER

Repasando blogs atrasados veo una verdadera eclosión por el ochenta cumpleaños de Roberto Fernández Retamar. Confesaré que hace días que me ronda la cabeza la idea de hablar de dos libritos de Ernesto Cardenal que siempre han andado conmigo. Son los de su primera juventud: Epigramas y la traducción de Catulo y Marcial, que tiene mucha gracia porque creo recordar que hace a Marcial estar en contra de Anastasio Somoza. Bien, repasando estos blogs, encuentro un artículo de Ernesto Cardenal que me ha encantado: "Cena en casa de Retamar". La verdad es que cuando escribí hace unos días el artículo sobre Roberto Fernández Retamar no tenía ningún dato sobre su situación personal o su vida íntima. Apenas si lo conozco por otra cosa que por su poesía. Así que no puede dejar de gustarme ver que Ernesto Cardenal nos da una visión exacta a la que yo tengo en mi imaginación. Ernesto nos la muestra después de acudir a su casa. Yo la obtuve después de leer sus versos. Eso me confirma, una vez más, que el testimonio directo de la obra debe pesar más que las habladurías.
Una lectura lleva a otra, así que también he encontrado un poema de Cintio Vitier a Roberto Fernández Retamar en su sesenta cumpleaños. Lo copio, aclarando que me he permitido rectificar la palabra final del verso trece, ya que considero una errata la palabra arrebatados que nos ofrece La Ventana,  de donde la he copiado:

Entrar, joven Roberto, en los sesenta
es entrar de puntillas a un jardín
donde las rosas fingen que el carmín
en la melancolía se aposenta.

A su sombra, tranquilo, uno se sienta
como si fuera otro, porque, en fin,
vivir en los sesenta es un sin fin
de ilusiones igual que en los cuarenta.

Miente el espejo y yerran los novatos
que cariñosamente nos envuelven
en los presagios de su admiración,

pues nosotros sabemos cómo vuelven
cada día secretos arrebatos
de juventud a nuestro corazón.

miércoles, 23 de junio de 2010

FLORES DE UN JARDÍN MUERTO II

Después de los comentarios al artículo anterior, he seguido pensando en el por qué de mi empeño en conservar estas plantas. Lo que me parecía paradójico es que, no creyendo en nuestra individualidad, me aferre de alguna forma a ella. Sin embargo, creo haber encontrado una provisional explicación.

El budismo nos enseña que el observador es lo observado. Parece una idea muy difícil de comprender al principio, así que intentaré aclararla para quien la desconozca, porque pienso que es más sencilla de lo que aparenta. Si miramos con atención plena cualquier cosa, esa cosa ocupa la totalidad de nuestra conciencia. A menudo siento esto cuando contemplo la vida vegetal. Si observamos un árbol, mientras ese árbol ocupa plenamente nuestro ser podemos decir que no somos nadie. No tenemos historia, no tenemos memoria. Somos solamente el que percibe. Y como lo que es percibido es el árbol, en ese caso pueden confundirse perceptor y percibido, ya que el árbol es lo único que existe. Podemos decir que lo que es, es el árbol. Y otro modo de expresarlo será decir que en ese momento somos árbol.
¿En qué se distinguen pues un hombre de otro hombre?. En nada. En lo que refleja en cada instante el espejo que somos. Somos el mismo hombre sometido a diversas circunstancias. En ese sentido somos todo y todo es nosotros. 
Si un ser querido, como para mí es mi abuelo, no es realmente nadie, no fue nadie de veras, ¿cómo recuperar su presencia?. Pues sometiendo a cualquier hombre, al que percibe, al reflejo que aquél contempló. Un hombre atento frente al geranio de mi abuelo es el geranio, es solamente el geranio, es solamente un hombre, es, otra vez, mi abuelo.
Así que pienso que conservando estas plantas que describí en el artículo anterior he mantenido la esperanza de seguir tratándome con mi abuelo muerto a través de mí mismo. Es decir, a través de cualquiera que percibe. Es decir, a través de nadie.
¿Quedó complicado? Me temo que sí.

Falta por comprender el por qué, si todos somos el mismo, unos nadie nos roban el corazón más que otros. ¿Nos distinguimos en lo que reflejamos? ¿Las manchas en el azogue son lo único personal? ¿Es el espejo oxidado lo que nos enamora? ¿Nos enternece por eso el acero corten?


lunes, 21 de junio de 2010

FLORES DE UN JARDÍN MUERTO

Mi abuelo, que murió en 1966, tuvo un jardín donde pasé, feliz, parte de mi infancia. Hace unos veinticinco años, poco antes de la destrucción total de aquél lugar, me llevé conmigo cuatro macetas. He vivido en bastantes pisos diferentes, he sufrido muchos traslados. Siempre las macetas de mi abuelo fueron conmigo a todas partes. No sé bien por qué y tal vez escribo estas líneas para saberlo.

Este año he sustituido la cerámica de dos de las macetas por plástico. El barro cocido se desintegraba. Mi mujer me dijo que la tierra estaba agotada. Mi mujer siempre, pero siempre, lleva razón en los consejos que me da. Sin embargo, se dejó convencer por mi razonamiento de que mezclando la tierra con otra nueva abonada todavía podría servir. Ahora me doy cuenta de que no se dejó convencer sino que me sobrellevó una vez más, porque veo todavía su sonrisa al aceptar mi propuesta.
Esta primavera una de las plantas de mi abuelo ha florecido. Es un geranio rojo, que ha sufrido enfermedades sin fin, y que sospecho está ya en el tramo final de su vida.
¿Por qué me importa esta vida vegetal que me acompaña? ¿Por qué siento, mientras me desmorono yo mismo, que se acerque a este grupo de amigos que son estas plantas la vejez y la muerte? Ellas me han acompañado en silencio, mostrándome su vida sencilla y venida a menos. Nacieron en un bello jardín y ya han pasado veinticinco años en miserables terrazas, en pequeños balcones, con agua y alimentación escasas. Su forma de quejarse ha sido siempre languidecer. Yo, cuando he visto que lo hacían, siempre he corrido a intentar resarcirlas de mi falta de atención y de mi frivolidad anterior. Frivolidad sin remedio que se ha repetido a lo largo de los años. Ahora, sin rencor, florecen.
Creo en el ruiseñor de Yeats y por lo tanto descreo de la individualidad de estos seres queridos. Descreo también de la existencia de mi propia individualidad. Lo que haya de personal en mí es lo que no vale nada, estoy seguro. Sin embargo, ¿qué hace que las cuatro plantas y yo, cinco seres anónimos, sigamos queriendo compartir el mismo espacio? 
Pero alguien me responde tal vez con el último verso del poema de Elizabeth Barrett-Browning que tanto me gusta: "Te equivocas. Es el amor, no es la muerte."

miércoles, 16 de junio de 2010

HELADOS DE FUEGO EN LA DULCERÍA DE ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR

Repasando un libro de poemas de Roberto Fernández Retamar he vuelto a sentir patente la admiración que le tengo. Y mi opinión sobre él queda expresada en el título de este artículo. La inteligencia, que siempre es helada, envolviendo la ternura y el arrebato del fuego. Eso es para mí su poesía.
Es también como la cotidiana normalidad de la belleza. Los atardeceres siempre está ahí; nos parecen normales. Los árboles de vez en cuando nos rodean. Yo advierto en ellos una intensa comunicación. Una expresión plena enmascarada en su silencio. Parece que siempre han estado ahí; a veces no nos dejamos abrazar por su existencia. Pero ese silencio, ese dejar que el viento les saque su música serena, como quien no dice nada, es una muestra más de la belleza que nos acecha.
Un hombre apasionado como todos quisiéramos ser. Esa pasión envuelta en cordura define para mí la poesía de Roberto Fernández Retamar. No hay ensueños, no hay adornos edulcorantes de la realidad. No hay ficciones, fantasías, mundos alienados en los que sobrevivir. No. Hay la belleza de las cosas que existen, la intensidad verdadera del amor real, la heroicidad del trabajo cotidiano del que no se proclama sea una cosa memorable para todos. Es solamente una cosa memorable para uno mismo. Pero ese uno mismo, en Roberto Fernández Retamar, somos todos.  Los grandes poetas son universales. Es decir, son alguien porque no son nadie y son todos al mismo tiempo.
Desde mi juventud he querido conservar el llanto fácil de mi infancia, porque nunca pude soportar el empobrecimiento que supone a los adultos fingir que no se siente. O, peor, verdaderamente no sentir. Hace tiempo que no oía despertar en mi ese llanto infantil sin razón y sin causa y hoy, gracias a Roberto Fernandez Retamar, lo he escuchado de nuevo. No era llanto por nada en particular, sino por recuperar de nuevo la emoción, al leer sus poemas, que nos produce comprender que todavía hay hombres, hay causas -que es lo mismo- que valen la pena.
Lamentaré morir sin haber podido estrechar la mano de algunos que fueron mis contemporáneos. Para quienes amamos a Séneca, por ejemplo, o a Francisco Quevedo, tratarlo nos resulta un imposible por la anacronía de nuestra situación. ¿Se comprenderá dentro de mil años que viviéramos el mismo tiempo de Roberto Fernández Retamar, de Julio Cortázar, y no azotáramos los caminos del mundo para llegar a estrecharles la mano? No lo sé. Por si acaso, aquí va hoy la mía tendida de admiración al poeta y al hombre Roberto Fernández Retamar, propietario ahora del fino hilo de seda que tejió, entre otros, en el pasado, Juan Ramón Jiménez.
Vaya un poema suyo de ejemplo.

A MI AMADA

En el Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada.
Subió al ómnibus de la mano de su compañero,
Que en la otra mano llevaba una guitarra remendada.
Se sentaron sonrientes en el primer asiento: ella ocultaba su tristeza con un giro de sus bellos ojos,
Y él estaba ya proyectando aventuras, cacerías, veladas con música.
Los rodeaban nuevos amigos que aún ignoraban que lo eran:
Iban a empezar a conocerse en un largo viaje,
Cambiando de avión en Madrid, en Roma, hasta llegar a su destino,
Su destino de médicos durante dos años.
Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol,
Para dársela como hacía cuando ella regresaba cada domingo a su beca.
Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa.
Mi amada había descendido y me esperaba en la calle.
Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizás tampoco teníamos fuerza.
Regresó a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía.
Sé que lleva en su maletín dos dólares y unos centavos y una novela alucinada.
Confío en que le duren los tres días del viaje.
Luego empezará su otra vida, su otra novela, de médica en África,
De médica en Zambia, adonde mi hija ha marchado,
En el Día de los Enamorados, de la mano de su gallardo compañero de barba roja.
–Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti–.
Te espero siempre, amada.

La Habana, febrero de 1988

sábado, 12 de junio de 2010

CARTAS A UN JOVEN CUBANO. LAS LIBRERÍAS


 Querido x:
He visto con curiosidad el nacimiento de los nuevos blogs cubanos, que ya ofrecen una visión directa desde la Isla. Algunos me gustan mucho. Pero en este momento no me encuentro bien situado para abordar tanta polémica. ¿Sería posible que reposadamente renováramos por un tiempo de descanso el viejo género epistolar? Voy a intentarlo por hoy. Se trataría de contarte cómo veo las cosas yo, desde aquí, y que tú me respondieras diciendo cómo las ves tú o cómo quisieras verlas, desde allí.
 Cuando yo era joven las librerías en España eran un verdadero paraíso. En provincias, se disponía de un fondo con las obras de nuestros escritores renacentistas, barrocos, clásicos. Conseguir las obras de un autor de la Generación del 98 era tan solo cuestión de tener el dinero suficiente para encargarlas. Y aunque no se tuviera, siempre quedaba la esperanza de conseguirlas más adelante. Uno miraba el libro y sabía que el año siguiente estaría ahí la posibilidad.
Conocí a libreros que habían leído casi todo lo que ofrecían. Hablar con ellos era un placer. Llevaban una vida modesta, entre tertulias y amigos, vivos y muertos.
En nuestra democracia occidental, ahora, las librerías se montan para ganar dinero. Y sospecho que los libros se escriben para lo mismo. Ya no hay tal fondo y si ves un libro que te interesa, apresúrate. Dentro de tres meses estará hecho pasta de papel, si es que no lo has comprado. Como los trabajadores, los libros vienen al mundo mediante un contrato temporal. Te confesaré que tal urgencia compradora me deja indiferente. Las ediciones viejas que tengo me interesan más, así que por fin este sistema me ha dado el gusto de no desear ningún libro de los que se editan. La cultura se ha sustituido por la industria del entretenimiento, al parecer de algunos.
Hace años que no voy por Cuba, pero recuerdo con cariño "La moderna poesía" en la calle Obispo. (Te diré que también recuerdo Quitrín, tan denostado entonces por los cubanos y que a mí siempre me encantó). De los libros nuevos que pude conseguir entonces tal vez los que más aprecio son los de Fernando Ortiz. No compré muchos, y tal vez sea el Catauro el que más he manejado. En la Plaza de armas hice una relativa amistad con algunos libreros, siempre pidiéndoles que subieran el precio de las colecciones de Aguilar. Aclararé que mi petición se hacía desde la indiferencia, ya que eran ediciones que yo tenía en casa.
¿Cómo están de surtidas las librerías? ¿Qué se edita? Me parece que una de las glorias del pueblo cubano es su inmensa cultura, al menos lo que yo conocí. Era una cultura impregnada en la piel, que compartían los que habían leído -y algunos habían leído mucho- y los que no.
Una cosa me sorprende. En estos tiempos en que el papel está escaso ¿cómo no se puede acceder a Orígenes desde la red? Hasta hace unos años, la única alternativa eran los facsímiles. Pero hoy una colección que, sin duda, sería oneroso editar, podría ofrecerse para su descarga de modo que corriera de mano en mano, grabada en un cd o en un lápiz de memoria. Y como digo Orígenes, digo también Espuela de Plata, Verbum, Nadie Parecía, la Antología de la Poesía Cubana, etc. ¿Sabes alguna razón que lo haga imposible?
Bien, querido x, la idea está expresada y queda en tu mano aprovecharla o descartarla.
Un abrazo.