miércoles, 11 de agosto de 2010

POR QUÉ NO ME GUSTA LA COLECCIÓN THYSSEN Y SÍ EL REMBRANDT DE LA HABANA (REEDITADO)


"Imagínate un edificio -puede ser grande o pequeño- dividido en muchas habitaciones; cada habitación cubierta de lienzos de distintos tamaños: miles de lienzos. Algunos representan trocitos de naturaleza en color -bichos en sol o sombra, o bebiendo, o parados en un charco, o tendidos sobre la hierba- y, al lado, una crucifixión por un pintor que no cree en Cristo, y luego unas flores y unas figuras humanas sentadas o de pie o ambulando, y frecuentemente desnudas -mucha mujer desnuda en escorzo, vista de espaldas- y también habrá manzanas y bandejas de plata y un retrato de Don Fulano de Tal y una puesta de sol, y una señora vestida de rosa, y un pato que vuela, y un retrato de Madame X, y unos gansos que vuelan, y una señora de blanco, y unas vacas en sombra con motitas de sol, y un retrato del embajador de Y, y una señora de verde. Y todo esto viene cuidadosamente reproducido en un libro que además contiene los nombres de los artistas y los nombres de los cuadros. Libro en mano la gente se pasea de pared en pared volviendo páginas, leyendo nombres. Y luego se marchan, ni más ricos ni más pobres, y vuelven a sus quehaceres que no tienen nada que ver con arte. ¿A qué vinieron?"
Wassily Kandinski, "Concerning the Spiritual in Art", 1912, citado por Fernando Zóbel en su Cuaderno de Apuntes
¿Por qué no me gusta la colección Thyssen? Pues es muy sencillo: porque parece una colección de sellos; lo único que le falta es una lista a la entrada con los nombres de los autores tachados y un rótulo junto a cada nombre: "lo tengo".
La colección Thyssen me recuerda también a un harén, que es el despropósito más grande que pueda existir: cambiar el amor verdadero por la superficialidad de su remedo siempre variado. Quiero decir que a cualquiera a quien interese la pintura, los cuadros le sirven para establecer una relación con el pintor; y si hay un pintor que nos llega, con el que conectamos, lo que se desea es ver más cuadros de ese pintor. Sé que no consigo explicarme del todo, así que pondré otro ejemplo: encontramos un amigo estupendo; sintonizamos con él, conseguimos establecer intimidad en nuestra relación. En ese momento, decidir que termine la relación para salir a buscar un nuevo amigo desconocido y repetir otra vez la operación y así infinitas veces... eso es un sinsentido, no es humano, no tiene cordura. ¡Ya tengo setecientos números de teléfono en la agenda!
Como colección, pues, es una prueba de que quien la formó no tenía el menor interés por la pintura, y ese desprecio, mostrado a través de tantos buenos cuadros, ofende. Es como no comer ni dejar comer a los demás: tengo tanto dinero que voy a comprar estos cuadros, aunque no me interesen nada.
Como museo, en mi pobre opinión, es también un mal museo; si te descubre un rasgo de algún pintor a quien no conocías, te deja con las ganas de saber más, porque resulta que como ese autor ya está tachado, no hay más cuadros de él. Y luego es sorprendente el criterio de las elecciones, que responde a cuestiones de precio y oportunidad de la compra y nunca de sensibilidad, de la que sin duda el comprador carecía.
¡Qué diferencia con los cuadros del Prado que compró Velázquez! Esos cuadros si son una elección, y sería interesante verlos todos juntos alguna vez. O el museo de Arte Abstracto de Cuenca, que fue una colección particular un día, con las maravillosas letras garabateadas en el revés de los cuadros, que podían leerse en la época en que los visitantes respetuosos no eran encarcelados si tocaban con las manos los cuadros de los museos para darles la vuelta.
Pero yo creo, para terminar, que la emoción más grande que he sentido y sentiré nunca en un Museo fue la que pude vivir en el Museo de Bellas Artes de La Habana. Yo iba a visitar con cierta frecuencia un Rembrandt que hay allí, creo que no figura en los catálogos, pero se ve que es un Rembrandt y además es bellísimo. Pues un día de los que quise visitarlo, había fallado la iluminación de su sala, no había corriente, y estaba cerrada. Sin embargo, una persona caritativa, al contemplar mi desazón se compadeció y me dejó entrar; no solamente me dejó entrar, sino también encender un mechero a una distancia segura. Así que pude ver el Rembrandt iluminado por su propia luz, por la luz que salía del cuadro, por la luz de Rembrandt iluminándose a sí misma. Desapareció el marco, desapareció el museo y permanecimos, la luz de Rembrandt y yo maravillado. Et tout le reste est litterature.