Descubrí a Borges cuando tenía catorce años, a través de una cita en un libro que me parecía misterioso; se llamaba "El retorno de los brujos" y estaba escrito por Louis Pauwels y Jacques Bergier. Compré "El Aleph" y algunos años después lo perdí; pero el libro me maravilló lo suficiente como para pedir a una de mis tías, que fue maestra, que me regalara la primera edición de sus Obras Completas.
Cuando estudiaba preuniversitario ya sabía yo que Borges no era un gran novelista; al describirlo así Gonzalo Torrente en su libro de texto de literatura comencé a sospechar que los críticos y los profesores a veces no leen al autor del que escriben o hablan; se conforman con creer lo que se ha dicho en otras reseñas. Años después me entretuve en descubrir estas copias de copias de copias; es asombroso saber la cantidad de especialistas que ha leído a Fernández-Guerra (o a otros que han leído a Fernández-Guerra) en lugar de leer a Quevedo. A veces se puede seguir el hilo de una errata a través de los siglos.
Aprendí a establecer una relación personal con los escritores que me gustan. Amar o no amar es casi siempre una cuestión de punto de vista. ¿Cómo no amar a alguien cuando se conocen sus pensamientos y sus emociones más íntimas? Sé que no todos piensan así; en una ocasión Antonio Gala (el que escribía artículos espléndidos en Sábado Gráfico, junto a Néstor Luján y José Bergamín) se sorprendió de mi afectuosa relación con Borges y me confesó que había mezclado colillas con aceitunas en un plato para ver su reacción si se llevaba una a la boca.
Tal vez Borges tuvo algo de Pablo Palazuelo y de Eusebio Sempere. Tuvo delicadeza, tuvo modestia, tuvo perfección formal. Sus inquisiciones son una forma amena y sencilla de adentrarse en mundos ajenos; nominalismo, realismo, arte de injuriar; David Hume y George Berkeley. Mediante su descripción del idealismo conseguí un notable en Estética y Composición, que nos enseñaba Víctor D'Ors; en el examen, en lugar de contestar a las preguntas, me dediqué a argumentar lo irrelevante de hacerlo; el examinador y yo no coincidiríamos seguramente en el espacio ni en el tiempo, según Hume, por lo que difícilmente sería posible juzgarme con un mínimo de imparcialidad.
Los relatos de Borges son el desarrollo final de un modo de narrar, tal como la pintura de Picasso es el desarrollo final -lo que significa la muerte- de un modo de pintar. Si siempre es hermosa y difícil la elipsis, la contención, la palabra justa, en Borges todo esto se da hasta el extremo. Y si en alguna literatura hay estructura, en la de Borges la estructura parece diseñada por Mies Van der Rohe. Mies, que al escuchar los motivos de un obrero que no comprendía la necesidad de limpiar a fondo una parte de la obra que quedaría oculta después bajo el yeso: "nadie lo verá jamás", contestó: "pero lo verá Dios". Supongo que la estructura de Borges fue lo que le impidió escribir novelas, porque ese laberinto de precisión no puede extenderse más allá de veinte páginas.
Siempre he estado de acuerdo con el epílogo de las Obras Completas de Borges; allí se reproduce la reseña de una imaginaria enciclopedia futura y se afirma que no se comprende la fama que tuvo en su tiempo y que Borges mismo tampoco lo comprendía.
¿Quedará Borges como poeta? Yo creo que es así como quedará, porque en su poesía hay una voz verdaderamente personal, universal, contenida, y también porque nada es lo que parece en ella. Aunque Borges solamente haga dos alusiones al amor humano, entre hombre y mujer, en toda la larga relación de sus versos, lo que así se esconde con tanto cuidado es lo que está presente siempre. ¿Es tan importante lo que se calla? Según mi criterio sí, tal como él mismo describe:
"Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara." (epílogo a "el Hacedor", citado por Fernando Zóbel en su Cuaderno de apuntes).
Ese laberinto de líneas a lo largo de sus versos nos descubre una imagen oculta de su cara y esa imagen es también la del amor personal que Borges siempre añoró; la única palabra vedada de las adivinanzas: la solución, la respuesta.
Aquí van los dos poemas. El primero está, como no, en El Hacedor:
"Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach."
El otro es el poema "Lo perdido", de "El oro de los tigres":
"¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la venturosa
o la de triste horror, esa otra cosa
que pudo ser la espada o el escudo
y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
antepasado persa o el noruego,
dónde el azar de no quedarme ciego,
dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
antepasado persa o el noruego,
dónde el azar de no quedarme ciego,
dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,
según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera."
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,
según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera."
Tuve la dicha de estrechar la mano de Borges y de hablar con él en 1980. Dictaba Borges una conferencia en el Instituto de España. Más tarde, la Academia le ofrecía un pequeño homenaje donde pude colarme; a veces un traje bien cortado hacía milagros en España. Yo era joven, la diferencia de edad con los presentes era superior a veinte años; ya en el interior, un periodista argentino se extrañó de esa diferencia de edad y me preguntó quién era. Al contestarle que yo no era nadie, que era un muchacho vulgar y que me había colado, se lo tomó a broma y pensó que ese interés en no darme a conocer aumentaba mi importancia; se ofreció, lo que le agradezco todavía, a presentarme a María Kodama, que me presentó a Borges a su vez; así pude regalarle la acuarela trazada con agua, sin pigmentos, que sobre un papel Arches grain fin hice para él; sin pigmentos, para que nadie pudiera verla -me sentía pintor entonces- ya que él estaba ciego. Tuvo la bondad de aceptarla y hacerme feliz; cuando me marchaba, me despedí del periodista que seguía sonriéndome intrigado, yo satisfecho al saberme compartiendo el aire que respiraba Dámaso Alonso. Nunca olvidaré a Borges.