martes, 27 de octubre de 2009

ESPAÑOLES EN PARÍS



No había leído yo el libro de Azorín Españoles en París. Estoy aprovechando estos días para dar un repaso a las Obras Completas de Azorín, en la edición de nueve tomos de Aguilar. Esta edición es lo más valioso, materialmente, que tengo en mi biblioteca. La compré a Abelardo Linares con mis primeros ingresos profesionales. Estuve un año pensando si la compraría o no, con motivo de su precio. ¿Quién sería el anterior poseedor de esta edición que yo leo ahora? Tenemos sin duda este hombre, que ya habrá muerto, y yo, una especie de comunión íntima. Por las manos de los dos han pasado estas páginas, de un grosor ideal. Son finas, pero no dejan traslucir el revés de la tinta. ¿Quién será el siguiente poseedor de estas obras completas que ahora son mías, cuando yo muera también?. Espero que sienta el mismo placer que yo he sentido con ellas.
Españoles en París. Ningún libro hasta ahora me había comunicado un dolor tan agudo sobre la guerra civil española. Azorín no habla de la guerra en él, no hace mención a ninguno de los dos bandos. Solamente una vez dice que, en medio de un bombardeo, en Madrid, se encerró en su cuarto, con las ventanas clausuradas y estuvo leyendo la Odisea. Nada más. En Españoles en París no se habla de España. Y, sin embargo, Azorín consigue que, al no nombrarla, la guerra española esté presente en todas las líneas del libro. ¿Qué es más trágico? ¿La expresión del dolor vivo mediante una descripción de ese dolor junto con un análisis de sus causas? Estamos acostumbrados a ver el dolor por la guerra española así. Estamos acostumbrados a que nos relaten con datos, con mapas, con testimonios, con documentos, lo que ocurrió entre españoles. Y sin embargo toda esa copia de fotografías, de documentos verídicos nos dejan fríos. Comprendemos lo que ocurre, pero a una gran distancia emocional. ¿Será más trágico el silencio? ¿Podrá el silencio conmovernos más hondamente?
La prosa, los sentimientos de Azorín en este libro no son los de siempre. En este libro Azorín parece perder algo de su ingenio y de su maestría. Y yo, que soy un buen amigo suyo, creo haber descubierto la causa. ¿Habéis sentido alguna vez un dolor fuerte, inquebrantable, que no podemos asimilar ni comprender? Nuestra condición de adultos nos permite, según relató Sigmund Freud, elaborar nuestros sentimientos. Mediante esta elaboración, encontramos las razones de los sucesos y podemos integrarlas en el curso normal de la vida. Las situaciones traumáticas, que dejan cicatrices, a veces para siempre, en el corazón, suelen producirse en la infancia. Los niños no tienen desarrollada esta capacidad de elaboración que los adultos sí tenemos. Y Azorín, como un niño, siente en su alma que no puede encontrar razones que justifiquen el horror de la guerra española. Y como ocurre con las cosas que nos han herido en la infancia, las aparta del primer plano de su atención. Pero este apartarlas del primer plano no hace sino mantenerlas vivas y luchando por seguir a flote en el inconsciente. La prosa de Azorín cambia en Españoles en París. Azorín va al Louvre continuamente. Quiere interesarse en los cuadros que ve, cuadros que sabe que son bellísimos, cuadros que él ha conocido a través de postales, estampas y otras reproducciones. Pero no puede ver los cuadros tan claramente como los veía en su cuartito de Madrid. En Madrid, Azorín podía concentrarse en lo que veía y extraer la esencia del cuadro por medio de la reproducción. En París, ante el original querido, Azorín es incapaz de verlo libremente. Mira el cuadro pero la guerra, el dolor de la guerra de España le empaña la mirada, le impide ver con claridad. Un día piensa que le gustan unos cuadros. Otro día, ya no son esos cuadros los preferidos por él. Un día admira la sobriedad de Corot. Al día siguiente piensa que Corot es demasiado gris, que tiene poco color. Lo mismo le pasa en las Iglesias. Azorín entra en las iglesias buscando distraerse. Pero lo que antes le resultaba fácil de analizar y disfrutar ahora le resulta difícil. La pluma que antes se deslizaba vertiginosa sobre el papel en blanco, ahora se detiene en las primeras palabras. Por primera vez en su vida, a Azorín le cuesta trabajo escribir.
A quien no conozca profundamente a Azorín es difícil que le emocione la lectura de Españoles en París. Yo no se la recomiendo; hay multitud de libros de Azorín más brillantes, más profundos, más lúcidos. Pero en Españoles en París está, a mi juicio, el Azorín íntimo, el Azorín que sufre un dolor tan grande que le produce estupor, el Azorín niño que no quisiera sino que lo que ocurre no estuviera ocurriendo. El Azorín que desearía sencillamente que alguien que estuviera más desarrollado que nosotros le cogiera la mano y le dijera: No te preocupes, esto ya no va a pasar, esto que ocurre nunca ha ocurrido en realidad; era un sueño, una pesadilla.
En Españoles en París, un matrimonio, ya anciano, ha dejado a su hijo en España. No ha sido posible que su hijo salga de España y los acompañe a París. Con el dolor de su separación y entre la pobreza de su falta de medios, lo que mantiene con esperanza a estos ancianos son las cartas que les llegan puntuales de su hijo. Un día se interrumpen las cartas. El mundo se ensombrece definitivamente. Este matrimonio espera, al principio, que sea una interrupción circunstancial. Pasa el tiempo y las cartas siguen sin llegar. Ya ellos se han hecho a la idea de que ha sucedido lo peor que podía suceder. Pero pasa mucho tiempo y, al cabo de ese mucho tiempo, llega una sola carta. No pueden ellos abrir esa carta. No se atreven a abrirla. Después de pensar lo que van a hacer, deciden llamar a un amigo para que sea él quien abra la carta. No pueden resistir la presencia del amigo mientras va a abrir la carta. Así que bajan a la calle. Su amigo está en el cuartito modesto leyendo la carta. Ellos dos están en el parque, frente a ese cuartito. Los dos tienen la vista fija en la ventana.

martes, 20 de octubre de 2009

SÉNECA, O CÓMO SER AMIGO DE UNO MISMO



Siempre admiré el modo en que Marco Aurelio comienza sus Meditaciones: "Aprendí de mi abuelo Vero...". Este comenzar agradeciendo es una característica natural en el equilibrado escritor, acaso el hombre más sereno que hayamos conocido. De él pienso escribir otro día. Y qué suerte para Marco Aurelio poder citar en primer lugar a su abuelo. Muchos de nosotros también hemos tenido esa suerte de poder aprender de nuestros mayores. Baste hoy decir que si tuviera que confesar quién me enseñó lo más relevante -tal vez- para mi vida posterior, en los momentos confusos de la última adolescencia, diría sin dudarlo que me lo enseñó Séneca.
Me pregunto, al comenzar a escribir sobre Séneca, si debería primeramente defenderlo de las ingratas acusaciones que he leído con frecuencia que se vierten sobre él, en nuestros días. Considero que Séneca está demasiado por encima de mí para hacerlo; al menos diré que pienso que quien sea capaz de expresar por Séneca otra cosa que una rendida admiración será sin duda porque no lo conoce, porque no lo ha leído, porque habla de oídas. Y que yo me limito a hacer con él lo mismo que hago con mis amigos: lo quiero porque lo conozco; lo que yo veo de primera mano no puedo dejar que me lo empañen las habladurías. Diré, como siempre digo: Conmigo se ha portado bien. Por eso merece mi agradecimiento.
De Séneca aprendí en qué consiste la amistad y quién sabe si, sin su enseñanza, hubiera logrado tener un amigo. La amistad, como el amor, no es cosa que nadie nos pueda garantizar que estemos predestinados a vivirla. Siempre pensé que tanto la amistad como el amor son bienes demasiado altos como para que nos propongamos conseguirlos a lo largo de la vida. Ambos requieren de una preparación, de una afinación del propio espíritu, a menudo larga y que muchas veces se frustra. Aún en el caso de que consiguiéramos el estado de gracia que se precisa aportar, es preciso que coincida con nosotros, en el espacio, pero también en el tiempo indicado, la persona que sea capaz -y que tenga la voluntad de hacerlo- de entretejer ese lazo con nosotros. Más razonable será no exigir a la vida lo que en muchas vidas no suele alcanzarse. A cambio, a nuestra disposición y accesibles están muchas relaciones cordiales, respetuosas, afectuosas. Eso sí se puede conseguir, eso sí es accesible a cualquiera que esté dispuesto a prestar su esfuerzo a la tarea, que tampoco es fácil ni llana. Por eso, si la amistad o el amor nos llegan seremos, sin duda, unos seres privilegiados por la vida. Pero si no nos llegan, y es lo común, no los echaremos de menos si ya desde el principio comprendimos que no estaría en nuestra mano tenerlos y que la vida, sin ellos, puede ser también suficientemente plena y esforzada. No obstante, si la probamos, la verdadera amistad es una de las emociones más fuertes y más puras que podamos sentir los seres humanos. Que dos hombres se comprendan desde la soledad propia y puedan mirarse limpiamente a los ojos está tal vez unas pulgadas por encima de nuestra condición natural y de nuestras infinitas y miserables limitaciones.
Pero escuchemos a Séneca, que es a lo que hemos venido:
"Medita durante largo tiempo si alguien tiene que ser admitido en tu amistad; y en cuanto llegues a complacerte en admitirlo, acéptalo de todo corazón y háblale con tanta libertad como a ti mismo. Procura vivir de manera que no haya en ti cosa secreta, nada que no puedas confiar hasta a tu enemigo; pero, atendiendo a que ocurren ciertas cosas que la costumbre nos manda mantener ocultas, comparte con tu amigo todos tus afanes, todos tus pensamientos. Si le tienes por fiel le forzarás a serlo, pues algunos han enseñado a engañar temiendo ser engañados y con sus sospechas conceden derecho a ser infiel."
Diré que muchas veces he comprobado, a lo largo de mi experiencia, lo verdadero de este consejo. Y que cuando elevamos a la altura de la dignidad a quienes nos rodean los forzamos, como dice Séneca, a comportarse dignamente. Casi nunca, cuando me he dirigido a otro de esta forma, me ha defraudado después. Y es que la mirada de los demás sobre nosotros mismos es con frecuencia capaz de cambiarnos. Hasta en la misma enseñanza, según leí no hace mucho en un libro de pedagogía, la mirada y las esperanzas que el maestro pone en cada uno de sus alumnos se cumplen casi siempre. Es que la emulación da paso a querer cumplir estas esperanzas que los demás proyectan en nosotros. ¡Qué distinta la emulación de la torpe competencia, que es lucha de un hombre contra otro hombre,  lucha indigna de ambos, que ahora pretenden enseñarnos!.
"Pero si tienes a alguien por amigo y no confías en él tanto como en ti mismo, te equivocas gravemente y no alcanzas a conocer bastante la fuerza de la verdadera amistad."[...]
"¿Por qué contraer una amistad? A fin de tener por quien poder morir, de tener alguien a quien seguir en el destierro, a quien salvar la vida a expensas de la nuestra. [...] el amor puede definirse como una amistad enloquecida."
No sé si estas concepciones del amor y de la amistad estarán muy en uso, en nuestros días. Seguramente se dará también lo que Séneca desaprobaba: "Quien no mira más que a sí mismo, y, según este criterio, contrae una amistad únicamente en interés propio, piensa indignamente. Acabará tal como haya comenzado. Ha querido prepararse un amigo para que le socorra en el cautiverio, y este amigo, en cuanto ha percibido ruido de cadenas, se ha apartado. Estas son aquellas amistades que el pueblo llama temporeras. Quien haya sido admitido por utilidad, placerá mientras sea útil. De ahí aquella muchedumbre de amigos en derredor de las fortunas florecientes; en derredor de los arruinados sólo hallaremos soledad, ya que los amigos huyen de aquellos lugares donde son puestos a prueba. [...] Quien comience a ser amigo por conveniencia, acabará de serlo también por conveniencia. Llevará la ventaja a la amistad cualquier recompensa si en la amistad preferimos cualquier cosa distinta de ella misma."
También aprendí de Séneca a ser amigo de mí mismo, enseñanza que me ha servido para vivir en paz y para no estar solo. No sé si a alguien podrá parecerle esto poco; para mí ha sido mucho, ha sido la base sobre la que descansó mi vida desde entonces. También a esto me enseñó María Victoria Gutiérrez, como ya dije un día aquí, a quien tampoco he olvidado.
Dice Séneca: "¿Me preguntas qué progresos he realizado? "He comenzado a ser amigo de mí mismo". Grande fue el progreso que hizo: nunca más se encontraría solo. Puedes estar cierto que este hombre es amigo de todos."
Nada más y nada menos. Esta simple frase ha sido uno de los determinantes de mi vida. Ahora la leo y hasta me produce extrañeza que diez o quince palabras hicieran un efecto tan fulminante en mí. Pero como lo hicieron y como es verdad que nunca más me he encontrado solo desde el día en que la leí, os la ofrezco desde la perplejidad que hoy provoca en mí su nueva lectura, treinta  y tantos años después. A quien da lo que tiene no se le puede pedir más.
Terminaré por hoy con otra frase de Séneca que siempre he llevado en la memoria. Me parece que, a día de hoy, no puede ser más políticamente incorrecta. Pero como me ha servido para distinguir muchas cosas en mí mismo, como una piedra de toque ante la que ningún metal se ha resistido a dar su verdadero valor, la copiaré aquí. Quienes me leen sabrán que considero a la libertad de elección una acepción impropia que confunde el valor de la verdadera libertad. Me gusta la libertad que consiste en la facultad de contemplar la verdad, casi siempre a costa de uno mismo. Es que uno mismo me parece el obstáculo más relevante frente al objetivo de ser libre. ¿Me perdonaréis si la escribo en latín y también en castellano? La traducción española es de José M. Gallegos Rocafull, una bella traducción, a mi juicio, de un bello libro editado por la Universidad Autónoma de México en 1953. ¿Por qué me gustan tanto las traducciones mexicanas? ¿Será porque hasta que dí con la de Pablo Simón, de Friedrich Nietzsche, no podía entender a este filósofo?
Dice así Séneca: "Uoluptatem natura necessariis rebus admiscuit, non ut illam peteremus, sed ut ea, sine quibus non possumus uiuere, grata nobis illius faceret accesio; suo ueniat iure, luxuria est." Y la traducción: "Mezcló la naturaleza el deleite con las cosas necesarias, no para que lo buscáramos, sino para que esas cosas sin las cuales no podemos vivir, nos las hiciera gratas el placer que llevan; si viene éste por su propio derecho, es lujuria."
Siempre he sentido a Séneca como educador y le estoy agradecido. Eso me ha impedido traspasar el umbral de respeto con que lo contemplo. Así que no puedo considerarlo amigo en el sentido en que siento esta amistad cómplice con otros muchos escritores. Como a todos los que han intentado enseñarme algo, no puedo dejar de quererlo. ¡Ojalá tú, joven lector, puedas traspasar esta barrera que yo siento distante y hablar, escribir un día, de Séneca como de tu verdadero y cercano amigo!

lunes, 12 de octubre de 2009

AUTORIDAD EN LAS AULAS. AUTORIDAD EN LA DIRECCIÓN DE OBRAS. LA ARISTOCRACIA DE JOSÉ ANTONIO CODERCH


He visto hace unas semanas en distintos blogs numerosos debates acerca de la autoridad de los profesores en las aulas. Hace tantos años que no asisto a clase que me parece de mayor interés contaros lo que ha sido mi experiencia en la dirección de obras de edificación. Suelo ver muchas analogías entre las diversas formas de ejercicio profesional. Así que con el ánimo de encontrar paralelismos entre la escuela y la arquitectura escribo este texto.
Cuando un arquitecto termina la carrera, la autoridad que le concede el estado en el ámbito de las obras de edificación que dirija es absoluta. A traves de un libro de órdenes que existe en todas las obras, se deja referencia de las órdenes importantes que se cursan al constructor del edificio. En la práctica, la mayoría de las órdenes que se dan son verbales, aunque no por ello su obligado cumplimiento es menor.
Sin embargo, como en las escuelas, aunque a efectos de responsabilidad lo importante es que las órdenes necesarias se cursen y sean acertadas, lo que verdaderamente nos interesa es el bien real de la edificación, su desarrollo con la economía (en el sentido etimológico de la palabra) precisa, en definitiva de lo que se trata es de que la obra se construya adecuadamente y sirva para dar el servicio que se pretende con ella. El arquitecto no vive permanentemente en la obra, ni debe hacerlo, así que lo que interesa es que las órdenes que indique sean buenas y además es fundamental que se cumplan, esté o no presente quien las ha dictado. La experiencia y la razón me indican que si no se acompaña la autoridad legal de la autoridad moral no se conseguirá en plenitud el bien que nos proponemos.
Tal vez parezca que la diferencia inevitable de formación entre el que dicta las órdenes y el que debe ejecutarlas será un escollo insalvable para obtener esta autoridad moral. Muchos años de trabajo me han mostrado que esto no es así, y que los seres humanos, si queremos, disponemos de suficientes recursos para comunicarnos a través de esta evidente diferencia técnica de formación.
La primera circunstancia que explica esta cuestión es que, si el arquitecto comprende perfectamente la razón de las órdenes que da le resulta fácil adaptar su comprensión a otras mentalidades. Explicar, verbigracia, la deformación de una viga puede ser desde una labor imposible si nos decidimos a hacerlo aplastando a los demás con nuestro lenguaje técnico hasta una muy sencilla si nos ayudamos de una tablilla y tres apoyos, que bien pueden ser tres ladrillos. Claro está que para poder hacer esto no podemos dar órdenes que se fundamenten en nuestro capricho. Es decir, que, para poder explicarlas a otros, necesitamos que su razón esté meridianamente clara para nosotros mismos. He escuchado a menudo quejas por parte de algún compañero acerca de que sus órdenes se ponen en duda. Y he pensado para mí mismo que yo también pondría en duda cierto tipo de órdenes, ya que para los seres humanos es fácil compartir el interés por el bien común, y muy difícil respetar lo que no es más que comportamiento vanidoso o arbitrario, que no tiene en cuenta el interés general sino el particular de uno mismo. ¿Ocurre esto también en la escuela?
¿Cómo se consigue autoridad moral? Yo pienso que es muy sencillo conseguirla. Si el proyecto está bien planeado, si los detalles están previstos, si los huecos necesarios para las instalaciones están bien dimensionados, si las escaleras tienen un trazado óptimo, si la estructura es acertada y está bien resuelta, si las plazas de aparcamiento tienen un tamaño adecuado y suficiente, si las vías de acceso son lógicas y disponen de la amplitud necesaria, todo esto nos va dando poco a poco la autoridad que precisamos ante el obrero que ejecuta la obra. El problema es que, para que esto sea así, se necesita previamente un arduo trabajo, porque nada de esto se consigue sin mucho esfuerzo, mucha dedicación y mucho tesón. ¿Ocurre igual en la escuela?
Al revisar estructuras de edificación antes de que se hormigonen veréis normalmente a una o varias personas comprobando meticulosamente si la cantidad, longitud y diámetro de los aceros de refuerzo necesarios se corresponde precisamente con los consignados en los planos de ejecución de la obra. Esto está muy bien, esto es necesario, pero esto no nos da autoridad frente al hombre que tiene, a costa de su sudor y su esfuerzo, grandes, que corregir y doblar o cortar o añadir barras de acero de un peso considerable, operaciones, en suma, que son dificultosas. Más de una vez he visto poner mala cara al operario si piensa que el trabajo que se le pide nace de la inseguridad de quien se lo ordena. En cambio, si quien revisa la estructura es la persona que la ha calculado, si esta persona tiene una amplia experiencia, puede prescindir, en la primera revisión, de los planos y ver si la distribución de las barras se corresponde con la imagen que él tiene en su mente acerca de dónde deberían estar. Muchas veces por este procedimiento he descubierto errores que habían pasado por alto a los que han revisado la planta barra por barra, contrastando las barras colocadas con las dibujadas en los planos. No podemos olvidar que en este trabajo, como en todos, hemos de estar atentos a que los árboles no nos impidan la visión del bosque. Cuando el obrero se da cuenta de que, sin planos, hemos advertido y señalado contradicciones que, una vez consultados después los planos, puede comprobarse que eran efectivamente así, nuestra autoridad moral aumenta y se hace efectiva. Porque este hombre no puede por menos que comprender y detectar que sabemos de lo que le estamos hablando. Y muchas veces he visto cómo ese mismo esfuerzo de corrección que se le pide lo realiza con presteza y agrado, aunque le cuesta el mismo esfuerzo que antes. Es que ahora ya cree en nosotros y sabe que lo estamos diciendo por el bien de la obra y de los futuros usuarios de ella y no por caprichos de toda índole que son tapadera, para los seres humanos, de nuestra inseguridad y de nuestra ignorancia. ¿Es así en las aulas?
En definitiva, lo que pienso es que si hacemos nuestro trabajo con dedicación y responsabilidad, es casi imposible que no consigamos de grado esa autoridad que por fuerza es imposible conseguir. Así podremos abandonar la obra convencidos de que nuestras órdenes van a ejecutarse. No solamente por obligación sino por devoción, que es la manera más segura de ser obedecidos. ¿Es así en las aulas?
Tengo en mucha estima un escrito de José Antonio Coderch, arquitecto, que descubrí en la Escuela cuando estudiaba la carrera y que me ha ayudado muchas veces a lo largo de mi vida. Quisiera ofrecérselo a mis amigos profesores aquí, con el deseo de que les sea de tanto provecho como a mí me ha sido. Es el siguiente:
No son genios lo que necesitamos ahora.
por José Antonio Coderch
Al escribir esto no es mi intención ni mi deseo sumarme a los que gustan de hablar y teorizar sobre Arquitectura. Pero después de veinte años de oficio, circunstancias imprevisibles me han obligado a concretar mis puntos de vista y a escribir modestamente lo que sigue:
Un viejo y famoso arquitecto americano, si no recuerdo mal, le decía a otro mucho más joven que le pedía consejo: “Abre bien los ojos, mira, es mucho más sencillo de lo que imaginas.” También le decía: “Detrás de cada edificio que ves hay un hombre que no ves.” Un hombre; no decía siquiera un arquitecto.
No, no creo que sean genios lo que necesitamos ahora. Creo que los genios son acontecimientos, no metas o fines. Tampoco creo que necesitemos pontífices de la Arquitectura, ni grandes doctrinarios, ni profetas, siempre dudosos. Algo de tradición viva está todavía a nuestro alcance, y muchas viejas doctrinas morales en relación con nosotros mismos y con nuestro oficio o profesión de arquitectos (y empleo estos términos en su mejor sentido tradicional). Necesitamos aprovechar lo poco que de tradición constructiva y, sobre todo, moral ha quedado en esta época en que las más hermosas palabras han perdido prácticamente su real y verdadera significación.
Necesitamos que miles y miles de arquitectos que andan por el mundo piensen menos en Arquitectura (en mayúscula), en dinero o en las ciudades del año 2000, y más en su oficio de arquitecto. Que trabajen con una cuerda atada al pie, para que no puedan ir demasiado lejos de la tierra en la que tienen raíces, y de los hombres que mejor conocen, siempre apoyándose en una base firme de dedicación, de buena voluntad y de honradez (honor).
Tengo el convencimiento de que cualquier arquitecto de nuestros días, medianamente dotado, preparado o formado, si puede entender esto también puede fácilmente realizar una obra verdaderamente viva. Esto es para mí lo más importante, mucho más que cualquier otra consideración o finalidad, sólo en apariencia de orden superior.
Creo que nacerá una auténtica y nueva tradición viva de obras que pueden ser diversas en muchos aspectos, pero que habrán sido llevadas a cabo con un profundo conocimiento de lo fundamental y con una gran conciencia, sin preocuparse del resultado final que, afortunadamente, en cada caso se nos escapa y no es un fin en sí, sino una consecuencia.
Creo que para conseguir estas cosas hay que desprenderse antes de muchas falsas ideas claras, de muchas palabras e ideas huecas y trabajar de uno en uno, con la buena voluntad que se traduce en acción propia y enseñanza, más que en doctrinarismo. Creo que la mejor enseñanza es el ejemplo; trabajar vigilando continuamente para no confundir la flaqueza humana, el derecho a equivocarse -capa que cubre tantas cosas-, con la voluntaria ligereza, la inmoralidad o el frío cálculo del trepador.
Imagino a la sociedad como una especie de pirámide, en cuya cúspide estuvieran los mejores y menos numerosos, y en la amplia base las masas. Hay una zona intermedia en la que existen gentes de toda condición que tienen conciencia de algunos valores de orden superior y están decididos a obrar en consecuencia. Estas gentes son aristócratas y de ellos depende todo. Ellos enriquecen la sociedad hacia la cúspide con obras y palabras, y hacia la base con el ejemplo, ya que las masas sólo se enriquecen por respeto o mimetismo. Esta aristocracia, hoy, prácticamente no existe, ahogada en su mayor parte por el materialismo y la filosofía del éxito. Solían decirme mis padres que un caballero, un aristócrata es la persona que no hace ciertas cosas, aun cuando la Ley, la Iglesia y la mayoría las aprueben o las permitan. Cada uno de nosotros, si tenemos conciencia de ello, debemos individualmente constituir una nueva aristocracia. Este es un problema urgente, tan apremiante que debe ser acometido en seguida. Debemos empezar pronto y después ir avanzando despacio sin desánimo. Lo principal es empezar a trabajar y entonces, sólo entonces, podremos hablar de ello.
Al dinero, al éxito, al exceso de propiedad o de ganancias, a la ligereza, la prisa, la falta de vida espiritual o de conciencia hay que enfrentar la dedicación, el oficio, la buena voluntad, el tiempo, el pan de cada día y, sobre todo, el amor, que es aceptación y entrega, no posesión y dominio. A esto hay que aferrarse.
Se considera que cultura o formación arquitectónica es ver, enseñar o conocer más o menos profundamente las realizaciones, los signos exteriores de riqueza espiritual de los grandes maestros. Se aplican a nuestro oficio los mismos procedimientos de clasificación que se emplean (signos exteriores de riqueza económica) en nuestra sociedad capitalista. Luego nos lamentamos de que ya no hay grandes arquitectos menores de sesenta años, de que la mayoría de los arquitectos son malos, de que las nuevas urbanizaciones resultan antihumanas casi sin excepción en todo el mundo, de que se destrozan nuestras viejas ciudades y se construyen casas y pueblos como decorados de cine a lo largo de nuestras hermosas costas mediterráneas.
Es por lo menos curioso que se hable y se publique tanto acerca de los signos exteriores de los grandes maestros (signos muy valiosos en verdad), y no se hable apenas de su valor moral. ¿No es extraño que se hable o escriba de sus flaquezas como cosas curiosas o equívocas y se oculte como tema prohibido o anecdótico su posición ante la vida y ante su trabajo?
¿No es curioso también que tengamos aquí, muy cerca, a Gaudí (yo mismo conozco a personas que han trabajado con él) y se hable tanto de su obra y tan poco de su posición moral y de su dedicación?
Es más curioso todavía el contraste entre lo mucho que se valora la obra de Gaudí, que no está a nuestro alcance, y el silencio o ignorancia de la moral o la posición ante el problema de Gaudí, que esto sí está al alcance de todos nosotros.
Con grandes maestros de nuestra época pasa prácticamente lo mismo. Se admiran sus obras, o , mejor dicho, las formas de sus obras y nada más, sin profundizar para buscar en ellas lo que tienen dentro, lo más valioso, que es precisamente lo que está a nuestro alcance. Claro está que esto supone aceptar nuestro propio techo o límite, y esto no se hace así porque casi todos los arquitectos quieren ganar mucho dinero o ser Le Corbusier; y esto el mismo año en que acaban sus estudios. Hay aquí un arquitecto, recién salido de la Escuela, que ha publicado ya una especie de manifiesto impreso en papel valioso después de haber diseñado una silla, si podemos llamarla así.
La verdadera cultura espiritual de nuestra profesión siempre ha sido patrimonio de unos pocos. La postura que permite el acceso a esta cultura es patrimonio de casi todos, y esto no lo aceptamos, como no aceptamos tampoco el comportamiento cultural, que debería ser obligatorio y estar en la conciencia de todos.
Antiguamente el arquitecto tenía firmes puntos de apoyo. Existían muchas cosas que eran aceptadas por la mayoría como buenas o, en todo caso, como inevitables, y la organización de la sociedad, tanto en sus problemas sociales como económicos, religiosos, políticos, etc., evolucionaba lentamente. Existía, por otra parte, más dedicación, menos orgullo y una tradición viva en la que apoyarse. Con todos sus defectos, las clases elevadas tenían un concepto más claro de su misión, y rara vez se equivocaban en la elección de los arquitectos de valía; así, la cultura espiritual se propagaba naturalmente. Las pequeñas ciudades crecían como plantas, en formas diferentes, pero con lentitud y colmándose de vida colectiva. Rara vez existía ligereza, improvisación o irresponsabilidad. Se realizaban obras de todas clases que tenían un valor humano que se da hoy muy excepcionalmente. A veces, pero no con frecuencia, se planteaban problemas de crecimiento, pero afortunadamente sin esa sensación, que hoy no podemos evitar, de que la evolución de la sociedad es muy difícil de prever como no sea a muy corto plazo.
Hoy día las clases dirigentes han perdido el sentido de su misión, y tanto la aristocracia de la sangre como la del dinero, pasando sobre todo por la de la inteligencia, la de la política y la de la Iglesia o iglesias, salvo rarísimas y personales excepciones contribuyen decisivamente, por su inutilidad, espíritu de lucro, ambición de poder y falta de conciencia de sus responsabilidades al desconcierto arquitectónico actual.
Por otra parte, las condiciones sobre las cuales tenemos que basar nuestro trabajo varían continuamente. Existen problemas religiosos, morales, sociales, económicos, de enseñanza, de familia, de fuentes de energía, etcétera, que pueden modificar de forma imprevisible la faz y la estructura de nuestra sociedad (son posibles cambios brutales cuyo sentido se nos escapa) y que impiden hacer previsiones honradas a largo plazo.
Como he dicho ya en líneas anteriores, no tenemos la clara tradición viva que es imprescindible para la mayoría de nosotros. Las experiencias llevadas a cabo hasta ahora y que indudablemente en ciertos casos han representado una gran aportación, no son suficientes para que de ellas se desprenda el camino imprescindible que haya de seguir la gran mayoría de los arquitectos que ejerce su oficio en todo el mundo. A falta de esta clara tradición viva, y en el mejor de los casos, se busca la solución en formalismos, en la aplicación rigurosa del método o la rutina y en los tópicos de gloriosos y viejos maestros de la arquitectura actual, prescindiendo de su espíritu, de su circunstancia y, sobre todo, ocultando cuidadosamente con grandes y magníficas palabras nuestra gran irresponsabilidad (que a menudo sólo es falta de pensar), nuestra ambición y nuestra ligereza. Es ingenuo creer, como se cree, que el ideal y la práctica de nuestra profesión pueden condensarse en slogans como el del sol, la luz, el aire, el verde, lo social y tantos otros. Una base formalista y dogmática, sobre todo si es parcial, es mala en sí, salvo en muy raras y catastróficas ocasiones. De todo esto se deduce, a mi juicio, que en los caminos diversos que sigue cada arquitecto consciente tiene que haber algo común, algo que debe estar en todos nosotros. Y aquí vuelvo al principio de esto que he escrito, sin ánimo de dar lecciones a nadie, con una profunda y sincera convicción.
José Antonio Coderch, 1960

martes, 6 de octubre de 2009

VOLVAMOS A LA TUMBA DE LARRA


¿Qué podrá decirse en este apartado blog de Mariano José Larra? En España, todo el mundo sabe que uno de sus artículos se llama "Vuelva usted mañana". Seguramente se piensa que ya el título es lo suficiente expresivo y describe, con toda probabilidad, la esencia de su contenido lo bastante como para que valga la pena leerlo. Tal vez haya leído el artículo algun antiguo estudiante, algún opositor, por haberlo incluido tal vez alguien en un remoto plan de estudios. Del resto de la obra de Larra, dudo mucho que en la actualidad, se lea nada por parte del público en general. ¿Habrá algún feo estudioso que lea a Larra en nuestros días? Seguramente lo habrá, y será estudioso por ese motivo, porque el ser feo no le dará opción a otra cosa. ¡Pobrecillo!
Es que si el uno por ciento de los españoles leyera hoy a Larra, la situación nacional sería insostenible. Es que ese uno por ciento armaría una revolución. Por eso, más vale que no se hable de él, que no se edite su obra, que no tenga un lugar permanente en las librerías. En cambio, estudiemos el diccionario secreto de C. Cela. Allí aprenderemos las acepciones de las palabras malsonantes, con objeto de que puedan ser incorporadas mejor a los mensajes de texto a través de los teléfonos móviles que es a lo que está reducida la actual literatura, para mayor honra de nuestros ministros de "cultura".
¿Cuál es, a juicio del autor de este escrito, la peligrosidad que encierra la obra de ese tal Larra? ¿Es autor incendiario, que anima la quema de nuestros montes? ¿Es autor terrorista, que enaltece la violencia en nuestras comunidades? No, no sería ese el peligro de que leyéramos a Larra, nada más alejado de su intención. El peligro verdadero de leer la obra de Larra en nuestros días sería ver que su descripción de España y de los españoles es exacta.
¿Qué mal hay en que Larra vea a los españoles tal cual somos? ¿No es acaso esto prueba de que lo que dicen los manuales de literatura es en este caso verdad, en contra de lo que usted sostiene con frecuencia, Animal? Ay, Larra ve con exactitud el origen, la forma y el modo de ser de nuestro carácter y de nuestros problemas, tan exactamente que nos parece que ha escrito sus artículos ayer mismo, ayer por la tarde. Pero la tragedia que supone todo esto es que Larra murió el 13 de febrero de 1837. Y si, en sus escritos del primer tercio del siglo XIX,  describe con exactitud la sociedad española de 2009, ¿Qué es lo que hemos avanzado desde entonces? Si Larra, por conocernos bien, conoce hasta el talante y la intención de los periódicos de esta mañana, resulta que todo lo que nos han dicho en la escuela que ha pasado, no ha pasado realmente. Y que desde María Cristina de Borbón hasta Juan Carlos de Borbón no ha sucedido nada. Revoluciones, Restauraciones, Repúblicas, Guerras, Dictaduras. Si han existido (lo que dudaría tal vez Berkeley) o no da igual. No han servido para nada.
La cortísima vida de 27 años de Larra, en cambio sí ha existido y existirá. Existirá mientras siga revelando nuestro ser, mientras siga mostrándonos cómo somos, mientras no cambiemos para bien. Tal vez pueda escribirse otra entrada semejante a esta que escribimos ahora en el año 2109, si es que para entonces hay blogs, castellano y teclas para hacerlo. Tal vez sí, tal vez no.
En 1901, en la tarde del trece de febrero, un grupo de jóvenes armados de ramos de violetas se dirigió desde la Puerta del Sol de Madrid hasta Atocha, hasta el cementerio de San Nicolás donde estaba enterrado Larra. Allí leyeron un breve discurso, "Maestro de la presente juventud es Mariano José de Larra". Los jóvenes eran Ignacio Alberti, Camilo Bargiela, Pío Baroja, Ricardo Baroja, José Fluixá, Antonio Gil y J. Martínez Ruiz. Su escrito decía así:
"Amigos: consideremos la vida de un artista que vivió atormentado por ansias inapagadas de ideal; y consideremos la muerte de un hombre que murió por anhelos no satisfechos de amor. Veintisiete años habitó en la tierra. En tan breve y perecedero término, pasó por el dolor de la pasión intensa y por el placer de la creación artística. Amó y creó. Se dió entero a la vida y a la obra; todas sus vacilaciones, sus amarguras, sus inquietudes están en sus vibradoras páginas y en su trágica muerte.
Y he aquí porqué nosotros, jóvenes y artistas, atormentados por las mismas ansias y sentidores de los propios anhelos, venimos hoy a honrar, en su aniversario, la memoria de quien queremos como a un amigo y veneramos como a un maestro.
Maestro de la presente juventud es Mariano José de Larra. Sincero, impetuoso, apasionado, Larra trae antes que nadie al arte la impresión íntima de la vida, y con Larra antes que con nadie llega a la literatura el personalismo conmovedor y artístico. La lengua toda se renueva bajo su pluma: usado y fatigado el viejo idioma castellano por investigadores y eruditos en el siglo XVIII, aparece vivaz y esplendoroso, pintoresco y ameno en las páginas del gran satírico.
La vida es dolorosa y triste. El desolador pesimismo del pueblo griego, el pueblo que creara la tragedia, resurge en nuestros días. "¡Quién sabe si la vida no es para nosotros una muerte y la muerte no es una vida!", exclama Eurípides. Y Larra, indeciso, irresoluto, escéptico, es la primera encarnación y la primera víctima de estas redivivas y angustiosas perplejidades. El constante e inexpugnable "muro" de que Fígaro hablaba, es el misterio eterno de las cosas. ¿Dónde está la vida y dónde está la muerte?
"Tenme lástima, literato", le dice a Larra, en uno de sus artículos, su criado, "yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia". Ansioso e impotente cruza Larra la vida; amargado por el perpetuo no saber llega a la muerte. La muerte para él es una liberación: acaso es la vida. Impasible franquea el misterio y muere.
Su muerte es tan conmovedora como su vida. Su muerte es una tragedia y su vida es una paradoja. No busquemos en Larra el hombre unilateral y rectilíneo amado de las masas: no es liberal ni reaccionario, ni contemporizador ni intransigente: no es nada y lo es todo. Su obra es tan varia y tan contradictoria como la vida. Y si ser libre es gustar de todo y renegar de todo —en amena inconsecuencia que horroriza a la consecuente burguesía—, Larra es el más libre, espontáneo y destructor espíritu contemporáneo. Por este ansioso mariposeo intelectual, ilógico como el hombre y como el universo ilógico; por este ansioso mariposeo intelectual, simpática protesta contra la rigidez del canon, honrada disciplina del espíritu, es por lo que nosotros lo amamos. Y porque lo amamos, y porque lo consideramos como a uno de nuestros progenitores literarios, venimos hoy, después de sesenta y cuatro años de olvido, a celebrar su memoria.
Celebrémosla, honrémosla, exaltémosla en nuestros corazones. Mariano José de Larra fue un hombre y fue un artista: saludemos, amigos, desde este misterio de la vida a quien partió sereno hacia el misterio de la muerte."
Y termino yo: si queremos saber si son los clásicos de actualidad o no, leamos a Larra, volvamos a la tumba de Larra.