He visto hace unas semanas en distintos blogs numerosos debates acerca de la autoridad de los profesores en las aulas. Hace tantos años que no asisto a clase que me parece de mayor interés contaros lo que ha sido mi experiencia en la dirección de obras de edificación. Suelo ver muchas analogías entre las diversas formas de ejercicio profesional. Así que con el ánimo de encontrar paralelismos entre la escuela y la arquitectura escribo este texto.
Cuando un arquitecto termina la carrera, la autoridad que le concede el estado en el ámbito de las obras de edificación que dirija es absoluta. A traves de un libro de órdenes que existe en todas las obras, se deja referencia de las órdenes importantes que se cursan al constructor del edificio. En la práctica, la mayoría de las órdenes que se dan son verbales, aunque no por ello su obligado cumplimiento es menor.
Sin embargo, como en las escuelas, aunque a efectos de responsabilidad lo importante es que las órdenes necesarias se cursen y sean acertadas, lo que verdaderamente nos interesa es el bien real de la edificación, su desarrollo con la economía (en el sentido etimológico de la palabra) precisa, en definitiva de lo que se trata es de que la obra se construya adecuadamente y sirva para dar el servicio que se pretende con ella. El arquitecto no vive permanentemente en la obra, ni debe hacerlo, así que lo que interesa es que las órdenes que indique sean buenas y además es fundamental que se cumplan, esté o no presente quien las ha dictado. La experiencia y la razón me indican que si no se acompaña la autoridad legal de la autoridad moral no se conseguirá en plenitud el bien que nos proponemos.
Tal vez parezca que la diferencia inevitable de formación entre el que dicta las órdenes y el que debe ejecutarlas será un escollo insalvable para obtener esta autoridad moral. Muchos años de trabajo me han mostrado que esto no es así, y que los seres humanos, si queremos, disponemos de suficientes recursos para comunicarnos a través de esta evidente diferencia técnica de formación.
La primera circunstancia que explica esta cuestión es que, si el arquitecto comprende perfectamente la razón de las órdenes que da le resulta fácil adaptar su comprensión a otras mentalidades. Explicar, verbigracia, la deformación de una viga puede ser desde una labor imposible si nos decidimos a hacerlo aplastando a los demás con nuestro lenguaje técnico hasta una muy sencilla si nos ayudamos de una tablilla y tres apoyos, que bien pueden ser tres ladrillos. Claro está que para poder hacer esto no podemos dar órdenes que se fundamenten en nuestro capricho. Es decir, que, para poder explicarlas a otros, necesitamos que su razón esté meridianamente clara para nosotros mismos. He escuchado a menudo quejas por parte de algún compañero acerca de que sus órdenes se ponen en duda. Y he pensado para mí mismo que yo también pondría en duda cierto tipo de órdenes, ya que para los seres humanos es fácil compartir el interés por el bien común, y muy difícil respetar lo que no es más que comportamiento vanidoso o arbitrario, que no tiene en cuenta el interés general sino el particular de uno mismo. ¿Ocurre esto también en la escuela?
¿Cómo se consigue autoridad moral? Yo pienso que es muy sencillo conseguirla. Si el proyecto está bien planeado, si los detalles están previstos, si los huecos necesarios para las instalaciones están bien dimensionados, si las escaleras tienen un trazado óptimo, si la estructura es acertada y está bien resuelta, si las plazas de aparcamiento tienen un tamaño adecuado y suficiente, si las vías de acceso son lógicas y disponen de la amplitud necesaria, todo esto nos va dando poco a poco la autoridad que precisamos ante el obrero que ejecuta la obra. El problema es que, para que esto sea así, se necesita previamente un arduo trabajo, porque nada de esto se consigue sin mucho esfuerzo, mucha dedicación y mucho tesón. ¿Ocurre igual en la escuela?
Al revisar estructuras de edificación antes de que se hormigonen veréis normalmente a una o varias personas comprobando meticulosamente si la cantidad, longitud y diámetro de los aceros de refuerzo necesarios se corresponde precisamente con los consignados en los planos de ejecución de la obra. Esto está muy bien, esto es necesario, pero esto no nos da autoridad frente al hombre que tiene, a costa de su sudor y su esfuerzo, grandes, que corregir y doblar o cortar o añadir barras de acero de un peso considerable, operaciones, en suma, que son dificultosas. Más de una vez he visto poner mala cara al operario si piensa que el trabajo que se le pide nace de la inseguridad de quien se lo ordena. En cambio, si quien revisa la estructura es la persona que la ha calculado, si esta persona tiene una amplia experiencia, puede prescindir, en la primera revisión, de los planos y ver si la distribución de las barras se corresponde con la imagen que él tiene en su mente acerca de dónde deberían estar. Muchas veces por este procedimiento he descubierto errores que habían pasado por alto a los que han revisado la planta barra por barra, contrastando las barras colocadas con las dibujadas en los planos. No podemos olvidar que en este trabajo, como en todos, hemos de estar atentos a que los árboles no nos impidan la visión del bosque. Cuando el obrero se da cuenta de que, sin planos, hemos advertido y señalado contradicciones que, una vez consultados después los planos, puede comprobarse que eran efectivamente así, nuestra autoridad moral aumenta y se hace efectiva. Porque este hombre no puede por menos que comprender y detectar que sabemos de lo que le estamos hablando. Y muchas veces he visto cómo ese mismo esfuerzo de corrección que se le pide lo realiza con presteza y agrado, aunque le cuesta el mismo esfuerzo que antes. Es que ahora ya cree en nosotros y sabe que lo estamos diciendo por el bien de la obra y de los futuros usuarios de ella y no por caprichos de toda índole que son tapadera, para los seres humanos, de nuestra inseguridad y de nuestra ignorancia. ¿Es así en las aulas?
En definitiva, lo que pienso es que si hacemos nuestro trabajo con dedicación y responsabilidad, es casi imposible que no consigamos de grado esa autoridad que por fuerza es imposible conseguir. Así podremos abandonar la obra convencidos de que nuestras órdenes van a ejecutarse. No solamente por obligación sino por devoción, que es la manera más segura de ser obedecidos. ¿Es así en las aulas?
Tengo en mucha estima un escrito de José Antonio Coderch, arquitecto, que descubrí en la Escuela cuando estudiaba la carrera y que me ha ayudado muchas veces a lo largo de mi vida. Quisiera ofrecérselo a mis amigos profesores aquí, con el deseo de que les sea de tanto provecho como a mí me ha sido. Es el siguiente:
No son genios lo que necesitamos ahora.
por José Antonio Coderch
Al escribir esto no es mi intención ni mi deseo sumarme a los que gustan de hablar y teorizar sobre Arquitectura. Pero después de veinte años de oficio, circunstancias imprevisibles me han obligado a concretar mis puntos de vista y a escribir modestamente lo que sigue:
Un viejo y famoso arquitecto americano, si no recuerdo mal, le decía a otro mucho más joven que le pedía consejo: “Abre bien los ojos, mira, es mucho más sencillo de lo que imaginas.” También le decía: “Detrás de cada edificio que ves hay un hombre que no ves.” Un hombre; no decía siquiera un arquitecto.
No, no creo que sean genios lo que necesitamos ahora. Creo que los genios son acontecimientos, no metas o fines. Tampoco creo que necesitemos pontífices de la Arquitectura, ni grandes doctrinarios, ni profetas, siempre dudosos. Algo de tradición viva está todavía a nuestro alcance, y muchas viejas doctrinas morales en relación con nosotros mismos y con nuestro oficio o profesión de arquitectos (y empleo estos términos en su mejor sentido tradicional). Necesitamos aprovechar lo poco que de tradición constructiva y, sobre todo, moral ha quedado en esta época en que las más hermosas palabras han perdido prácticamente su real y verdadera significación.
Necesitamos que miles y miles de arquitectos que andan por el mundo piensen menos en Arquitectura (en mayúscula), en dinero o en las ciudades del año 2000, y más en su oficio de arquitecto. Que trabajen con una cuerda atada al pie, para que no puedan ir demasiado lejos de la tierra en la que tienen raíces, y de los hombres que mejor conocen, siempre apoyándose en una base firme de dedicación, de buena voluntad y de honradez (honor).
Tengo el convencimiento de que cualquier arquitecto de nuestros días, medianamente dotado, preparado o formado, si puede entender esto también puede fácilmente realizar una obra verdaderamente viva. Esto es para mí lo más importante, mucho más que cualquier otra consideración o finalidad, sólo en apariencia de orden superior.
Creo que nacerá una auténtica y nueva tradición viva de obras que pueden ser diversas en muchos aspectos, pero que habrán sido llevadas a cabo con un profundo conocimiento de lo fundamental y con una gran conciencia, sin preocuparse del resultado final que, afortunadamente, en cada caso se nos escapa y no es un fin en sí, sino una consecuencia.
Creo que para conseguir estas cosas hay que desprenderse antes de muchas falsas ideas claras, de muchas palabras e ideas huecas y trabajar de uno en uno, con la buena voluntad que se traduce en acción propia y enseñanza, más que en doctrinarismo. Creo que la mejor enseñanza es el ejemplo; trabajar vigilando continuamente para no confundir la flaqueza humana, el derecho a equivocarse -capa que cubre tantas cosas-, con la voluntaria ligereza, la inmoralidad o el frío cálculo del trepador.
Imagino a la sociedad como una especie de pirámide, en cuya cúspide estuvieran los mejores y menos numerosos, y en la amplia base las masas. Hay una zona intermedia en la que existen gentes de toda condición que tienen conciencia de algunos valores de orden superior y están decididos a obrar en consecuencia. Estas gentes son aristócratas y de ellos depende todo. Ellos enriquecen la sociedad hacia la cúspide con obras y palabras, y hacia la base con el ejemplo, ya que las masas sólo se enriquecen por respeto o mimetismo. Esta aristocracia, hoy, prácticamente no existe, ahogada en su mayor parte por el materialismo y la filosofía del éxito. Solían decirme mis padres que un caballero, un aristócrata es la persona que no hace ciertas cosas, aun cuando la Ley, la Iglesia y la mayoría las aprueben o las permitan. Cada uno de nosotros, si tenemos conciencia de ello, debemos individualmente constituir una nueva aristocracia. Este es un problema urgente, tan apremiante que debe ser acometido en seguida. Debemos empezar pronto y después ir avanzando despacio sin desánimo. Lo principal es empezar a trabajar y entonces, sólo entonces, podremos hablar de ello.
Al dinero, al éxito, al exceso de propiedad o de ganancias, a la ligereza, la prisa, la falta de vida espiritual o de conciencia hay que enfrentar la dedicación, el oficio, la buena voluntad, el tiempo, el pan de cada día y, sobre todo, el amor, que es aceptación y entrega, no posesión y dominio. A esto hay que aferrarse.
Se considera que cultura o formación arquitectónica es ver, enseñar o conocer más o menos profundamente las realizaciones, los signos exteriores de riqueza espiritual de los grandes maestros. Se aplican a nuestro oficio los mismos procedimientos de clasificación que se emplean (signos exteriores de riqueza económica) en nuestra sociedad capitalista. Luego nos lamentamos de que ya no hay grandes arquitectos menores de sesenta años, de que la mayoría de los arquitectos son malos, de que las nuevas urbanizaciones resultan antihumanas casi sin excepción en todo el mundo, de que se destrozan nuestras viejas ciudades y se construyen casas y pueblos como decorados de cine a lo largo de nuestras hermosas costas mediterráneas.
Es por lo menos curioso que se hable y se publique tanto acerca de los signos exteriores de los grandes maestros (signos muy valiosos en verdad), y no se hable apenas de su valor moral. ¿No es extraño que se hable o escriba de sus flaquezas como cosas curiosas o equívocas y se oculte como tema prohibido o anecdótico su posición ante la vida y ante su trabajo?
¿No es curioso también que tengamos aquí, muy cerca, a Gaudí (yo mismo conozco a personas que han trabajado con él) y se hable tanto de su obra y tan poco de su posición moral y de su dedicación?
Es más curioso todavía el contraste entre lo mucho que se valora la obra de Gaudí, que no está a nuestro alcance, y el silencio o ignorancia de la moral o la posición ante el problema de Gaudí, que esto sí está al alcance de todos nosotros.
Con grandes maestros de nuestra época pasa prácticamente lo mismo. Se admiran sus obras, o , mejor dicho, las formas de sus obras y nada más, sin profundizar para buscar en ellas lo que tienen dentro, lo más valioso, que es precisamente lo que está a nuestro alcance. Claro está que esto supone aceptar nuestro propio techo o límite, y esto no se hace así porque casi todos los arquitectos quieren ganar mucho dinero o ser Le Corbusier; y esto el mismo año en que acaban sus estudios. Hay aquí un arquitecto, recién salido de la Escuela, que ha publicado ya una especie de manifiesto impreso en papel valioso después de haber diseñado una silla, si podemos llamarla así.
La verdadera cultura espiritual de nuestra profesión siempre ha sido patrimonio de unos pocos. La postura que permite el acceso a esta cultura es patrimonio de casi todos, y esto no lo aceptamos, como no aceptamos tampoco el comportamiento cultural, que debería ser obligatorio y estar en la conciencia de todos.
Antiguamente el arquitecto tenía firmes puntos de apoyo. Existían muchas cosas que eran aceptadas por la mayoría como buenas o, en todo caso, como inevitables, y la organización de la sociedad, tanto en sus problemas sociales como económicos, religiosos, políticos, etc., evolucionaba lentamente. Existía, por otra parte, más dedicación, menos orgullo y una tradición viva en la que apoyarse. Con todos sus defectos, las clases elevadas tenían un concepto más claro de su misión, y rara vez se equivocaban en la elección de los arquitectos de valía; así, la cultura espiritual se propagaba naturalmente. Las pequeñas ciudades crecían como plantas, en formas diferentes, pero con lentitud y colmándose de vida colectiva. Rara vez existía ligereza, improvisación o irresponsabilidad. Se realizaban obras de todas clases que tenían un valor humano que se da hoy muy excepcionalmente. A veces, pero no con frecuencia, se planteaban problemas de crecimiento, pero afortunadamente sin esa sensación, que hoy no podemos evitar, de que la evolución de la sociedad es muy difícil de prever como no sea a muy corto plazo.
Hoy día las clases dirigentes han perdido el sentido de su misión, y tanto la aristocracia de la sangre como la del dinero, pasando sobre todo por la de la inteligencia, la de la política y la de la Iglesia o iglesias, salvo rarísimas y personales excepciones contribuyen decisivamente, por su inutilidad, espíritu de lucro, ambición de poder y falta de conciencia de sus responsabilidades al desconcierto arquitectónico actual.
Por otra parte, las condiciones sobre las cuales tenemos que basar nuestro trabajo varían continuamente. Existen problemas religiosos, morales, sociales, económicos, de enseñanza, de familia, de fuentes de energía, etcétera, que pueden modificar de forma imprevisible la faz y la estructura de nuestra sociedad (son posibles cambios brutales cuyo sentido se nos escapa) y que impiden hacer previsiones honradas a largo plazo.
Como he dicho ya en líneas anteriores, no tenemos la clara tradición viva que es imprescindible para la mayoría de nosotros. Las experiencias llevadas a cabo hasta ahora y que indudablemente en ciertos casos han representado una gran aportación, no son suficientes para que de ellas se desprenda el camino imprescindible que haya de seguir la gran mayoría de los arquitectos que ejerce su oficio en todo el mundo. A falta de esta clara tradición viva, y en el mejor de los casos, se busca la solución en formalismos, en la aplicación rigurosa del método o la rutina y en los tópicos de gloriosos y viejos maestros de la arquitectura actual, prescindiendo de su espíritu, de su circunstancia y, sobre todo, ocultando cuidadosamente con grandes y magníficas palabras nuestra gran irresponsabilidad (que a menudo sólo es falta de pensar), nuestra ambición y nuestra ligereza. Es ingenuo creer, como se cree, que el ideal y la práctica de nuestra profesión pueden condensarse en slogans como el del sol, la luz, el aire, el verde, lo social y tantos otros. Una base formalista y dogmática, sobre todo si es parcial, es mala en sí, salvo en muy raras y catastróficas ocasiones. De todo esto se deduce, a mi juicio, que en los caminos diversos que sigue cada arquitecto consciente tiene que haber algo común, algo que debe estar en todos nosotros. Y aquí vuelvo al principio de esto que he escrito, sin ánimo de dar lecciones a nadie, con una profunda y sincera convicción.
José Antonio Coderch, 1960