Repasando un libro de poemas de Roberto Fernández Retamar he vuelto a sentir patente la admiración que le tengo. Y mi opinión sobre él queda expresada en el título de este artículo. La inteligencia, que siempre es helada, envolviendo la ternura y el arrebato del fuego. Eso es para mí su poesía.
Es también como la cotidiana normalidad de la belleza. Los atardeceres siempre está ahí; nos parecen normales. Los árboles de vez en cuando nos rodean. Yo advierto en ellos una intensa comunicación. Una expresión plena enmascarada en su silencio. Parece que siempre han estado ahí; a veces no nos dejamos abrazar por su existencia. Pero ese silencio, ese dejar que el viento les saque su música serena, como quien no dice nada, es una muestra más de la belleza que nos acecha.
Un hombre apasionado como todos quisiéramos ser. Esa pasión envuelta en cordura define para mí la poesía de Roberto Fernández Retamar. No hay ensueños, no hay adornos edulcorantes de la realidad. No hay ficciones, fantasías, mundos alienados en los que sobrevivir. No. Hay la belleza de las cosas que existen, la intensidad verdadera del amor real, la heroicidad del trabajo cotidiano del que no se proclama sea una cosa memorable para todos. Es solamente una cosa memorable para uno mismo. Pero ese uno mismo, en Roberto Fernández Retamar, somos todos. Los grandes poetas son universales. Es decir, son alguien porque no son nadie y son todos al mismo tiempo.
Desde mi juventud he querido conservar el llanto fácil de mi infancia, porque nunca pude soportar el empobrecimiento que supone a los adultos fingir que no se siente. O, peor, verdaderamente no sentir. Hace tiempo que no oía despertar en mi ese llanto infantil sin razón y sin causa y hoy, gracias a Roberto Fernandez Retamar, lo he escuchado de nuevo. No era llanto por nada en particular, sino por recuperar de nuevo la emoción, al leer sus poemas, que nos produce comprender que todavía hay hombres, hay causas -que es lo mismo- que valen la pena.
Lamentaré morir sin haber podido estrechar la mano de algunos que fueron mis contemporáneos. Para quienes amamos a Séneca, por ejemplo, o a Francisco Quevedo, tratarlo nos resulta un imposible por la anacronía de nuestra situación. ¿Se comprenderá dentro de mil años que viviéramos el mismo tiempo de Roberto Fernández Retamar, de Julio Cortázar, y no azotáramos los caminos del mundo para llegar a estrecharles la mano? No lo sé. Por si acaso, aquí va hoy la mía tendida de admiración al poeta y al hombre Roberto Fernández Retamar, propietario ahora del fino hilo de seda que tejió, entre otros, en el pasado, Juan Ramón Jiménez.
Vaya un poema suyo de ejemplo.
A MI AMADA
En el Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada.
Subió al ómnibus de la mano de su compañero,
Que en la otra mano llevaba una guitarra remendada.
Se sentaron sonrientes en el primer asiento: ella ocultaba su tristeza con un giro de sus bellos ojos,
Y él estaba ya proyectando aventuras, cacerías, veladas con música.
Los rodeaban nuevos amigos que aún ignoraban que lo eran:
Iban a empezar a conocerse en un largo viaje,
Cambiando de avión en Madrid, en Roma, hasta llegar a su destino,
Su destino de médicos durante dos años.
Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol,
Para dársela como hacía cuando ella regresaba cada domingo a su beca.
Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa.
Mi amada había descendido y me esperaba en la calle.
Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizás tampoco teníamos fuerza.
Regresó a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía.
Sé que lleva en su maletín dos dólares y unos centavos y una novela alucinada.
Confío en que le duren los tres días del viaje.
Luego empezará su otra vida, su otra novela, de médica en África,
De médica en Zambia, adonde mi hija ha marchado,
En el Día de los Enamorados, de la mano de su gallardo compañero de barba roja.
–Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti–.
Te espero siempre, amada.
La Habana, febrero de 1988