martes, 29 de noviembre de 2011

CÓMO CAMBIAR EL MUNDO EN SIETE DÍAS. II: LA SANIDAD.


Es intolerable que se obtenga un beneficio personal a cambio de la ayuda que se preste a otro ser humano para sobrevivir. Es un enunciado tan evidente que me avergüenza verme en la tesitura de demostrarlo.
Parece un cambio muy difícil, por lo radicalmente ausentes que están sus premisas en nuestra sociedad. Sin embargo, es muy fácil; basta con no tolerar el ejercicio privado de la medicina.
Y aquí entramos en esa falsa concepción de la libertad que empaña nuestras estructuras. Falta de libertad no es que se impida un ejercicio nefasto para la sociedad. Nadie considera falta de libertad que se prohiba ejercer de verdugo o enterrador a voluntad del operario. En cambio, lo que es una atrocidad, que va contra la libertad y la justicia, es que sea la posición social el determinante de si puede uno someterse a tal o cual tratamiento que salve su vida.
Tal como descreo del ejercicio privado de la sanidad -es decir del ejercicio en busca de un interés material-, descreo igualmente de que puedan expedirse bajo precio los medicamentos, por la misma razón. Se me dirá que entonces los "laboratorios" no investigarían. Miel sobre hojuelas, que no investiguen, si su pretensión es enriquecerse por medio del dolor y la muerte. Tal como ocurre con el software libre, que no se preocupen, que otros ya investigarán. Otros que lo harán por el afán de ayudar a sus semejantes. Entonces ya no serán necesarias las epidemias buscadas o extendidas, desaparecerá la controversia sobre qué fue antes, la enfermedad o la vacuna. Seguro que hay millones de seres con la vocación suficiente para investigar para los demás a cambio de un simple sueldo. Digo mal, no será a cambio; ocurrirá que habrá que ayudarles materialmente a ellos también como es de justicia hacerlo.
Tal vez quien no haya experimentado esta medicina no pública la tenga idealizada. Yo que, por circunstancias laborales, he acudido a ella muchos años, creo haberla visto en su propia salsa. Una medicina en la que el paciente debe estar a cada momento vigilante, hasta la paranoia, para que no te acaben si es esto lo rentable. Podría relatar muchos casos, pero no viene a cuento. La razón de la justicia basta.
Y nada es nuevo. Ocurre que es la hora de cambiarlo. Pero ya Quevedo, en el "Libro de todas las cosas y otras muchas más", explicaba entre las proposiciones de su primer tratado: "Para que te duren poco las enfermedades" ...y se respondía a sí mismo: "Llama a tu médico cuando estás bueno y dale dineros porque no estás malo; que si tú le das dinero cuando estás malo ¿cómo quieres que te de una salud que no le vale nada y te quite un tabardillo que le da de comer?". ¿Hay mejor definición de una sanidad pública?
Y para que se vea lo poco que el mundo ha cambiado, copiaré también la parte del tratado "Para saber todas las ciencias y artes mecánicas y liberales en un día" que se refiere al ejercicio de la medicina:

"Si quieres ser famoso médico, lo primero linda mula, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados, ropilla larga y en verano sombrerazo de tafetán. Y en teniendo esto, aunque no hayas visto libro, curas y eres doctor; y si andas a pie aunque seas Galeno, eres platicante. Oficio docto, que su ciencia consiste en la mula.
"La ciencia es ésta: dos refranes para entrar en casa; el ¿qué tenemos? ordinario, venga el pulso, inclinar el oído, ¿ha tenido frío? Y si él dice que sí primero, decir luego: «Se echa de ver. ¿Duró mucho?» y aguardar que diga cuánto y luego decir: «Bien se conoce. Cene poquito escarolitas; una ayuda». Y si dice que no la puede recibir, decir: «Pues haga por recibilla». Recetar lamedores jarabes y purgas para que tenga que vender el boticario y que padecer el enfermo. Sangrarle y echarle ventosas; y hecho esto una vez, si durare la enfermedad, tornarlo a hacer, hasta que, o acabes con el enfermo o con la enfermedad. Si vive y te pagan di que llegó tu hora; y si muere di que llegó la suya. Pide orines, haz grandes meneos, míralos a lo claro, tuerce la boca. Y sobre todo advierte que traigas grande barba, porque no se usan médicos lampiños y no ganarás un cuarto si no pareces limpiadera. Y a Dios y a ventura, aunque uno esté malo de sabañones, mándale luego confesar y haz devoción la ignorancia. Y para acreditarte de que visitas casas de señores apéate a sus puertas y entra en los zaguanes y orina y tórnate a poner a caballo; que el que te viere entrar y salir no sabe si entraste a orinar o no. Por las calles ve siempre corriendo y a deshora, porque te juzguen por médico que te llaman para enfermedades de peligro. De noche haz a tus amigos que vengan de rato en rato a llamar a tu puerta en altas voces para que lo oiga la vecindad: «Al señor doctor que lo llama el duque; que está mi señora la condesa muriéndose; que le ha dado al señor obispo un accidente» y con esto visitarás más casas que una demanda y te verás acreditado y tendrás horca y cuchillo sobre lo mejor del mundo."
Y todo esto, que en España no ha cambiado desde entonces, en Cuba ya cambió; así que allí de los siete días les sobran seis y medio. Y les dejo el medio hasta que no se necesite más un guanajo ni una intervención de Babalú Ayé.

viernes, 25 de noviembre de 2011

CÓMO CAMBIAR EL MUNDO EN SIETE DÍAS


De todas las afirmaciones que he leído de Fidel, y son muchas, solamente hubo una con la que no quise estar de acuerdo. Fue cuando indicó algo parecido a esto: "Creíamos que bastarían treinta años para hacer la Revolución; ahora sabemos que serán preciso trescientos". Y me atrevo, sin embargo de la diferencia infinita que hay entre nosotros, en responsabilidad, inteligencia y valía, a discutírselo. Por eso el título, tan rimbombante, de esto que quisiera fuese una serie de artículos, que seguramente no terminaré por no saber hacerlo.
Realmente pienso que lo que debe ser cambiado en cada uno de nosotros, si lo hay, no tiene más oportunidad para cambiar que la que le presta el instante. Esa planificación pausada, que lleva media vida pensar y toda la muerte en ejecutarse, no cambia nada. Lo que haya que cambiar debe cambiar ahora, en este ahora eterno, o no cambiará jamás.
Así que me gustaría, en una serie de entradas, abordar lo que creo que deberíamos cambiar, refiriéndome a distintas facetas en las que suele estructurarse nuestra sociedad: la educación, la sanidad, el trabajo y tal vez, en suma, nuestra actitud frente a los bienes materiales y frente a los bienes espirituales. Sospecho que nada material puede resolverse si no es por la vía espiritual. Y quienes buscan, en nuestros tiempos, resolver problemas financieros con finanzas, no se dan cuenta de lo equivocado de tal camino. Echar más leña material al incendio de la materialización absoluta e inconsciente sólo avivará la hoguera.
Una vez expuestos estos bosquejos de lo que quisiera escribir, ¿abordaremos la primera cuestión? ¿Habrá algo que cambiar en el mundo, para cambiar el mundo en siete días, más importante que cambiarnos a nosotros mismos?
Marco Aurelio, esperanzadamente, me enseñó una vez: "Si llegaras alguna vez, oh alma mía, a ser buena, sencilla, uniforme, sin rebozo y más patente a los ojos de todos que ese cuerpo de que estás vestida! ¡Si al cabo empezaras a tener gusto en la benevolencia y sincero amor para con todos! ¡Si algún día te hallaras satisfecha y sin necesidad de nada, no deseando ni codiciando cosa alguna, ni animada ni menos inanimada, para el goce de tus delicias, no apeteciendo tiempo en que pudieses disfrutarlas más a la larga, no suspirando por país, región, cielo benigno, ni compañía de hombres más adaptada a tu genio!" (Libro X).
Si cambiamos, en este sentido que nos indica Marco Aurelio, ya habremos cambiado el mundo. ¿En qué momento de nuestra infancia abandonamos este camino de la bondad y la sencillez? ¿Quién nos engañó? ¿Cuál es el miedo a comportarnos así? Repetiré una vez más, por si alguien no me lo leyó anteriormente: la bondad y la estupidez no se parecen en nada. Desechemos ese temor a que, por ser buenos, nos confundan con tontos.
No necesitamos ninguna sucesión temporal para hacer esto. Cuando comprendemos algo por primera vez, la transformación es instantánea.
Escuchad lo que dice el mismo Marco Aurelio en el Libro IV: "No bien habrán pasado diez días, cuando ya te reputarán por un dios aquellos mismos que ahora te tienen por una bestia o por una mona, si te dieres a seguir y tener por sacrosantas las leyes de la razón."
Pasan los siglos y siglos desde las palabras de Marco Aurelio y no nos decidimos a dejar de ser bestias o monas, estando en nuestra mano hacerlo en un instante. Por temporadas, pensamos guardar nuestra condición en secreto y vivir fingiendo. Por temporadas, nos mostramos tan viles como creemos que somos. ¿No llega el momento de cambiar, de ser quien verdaderamente deseamos y somos?
Así que esto es lo que quería decir en este primer artículo: Si cambiamos ahora, si cambio yo, el único yo que existe, cambiaremos el mundo en menos de siete días.
Y me despido con palabras de Borges; como él, yo también "hablo del uno, del único, del que siempre está solo." 

miércoles, 16 de noviembre de 2011

POR QUÉ NO ADMIRO LA INTELIGENCIA Y SÍ ADMIRO LA BONDAD


En mi pubertad admiraba la inteligencia. En aquellos años nos hacían test de inteligencia en los colegios; hasta en algunas asociaciones juveniles nos hacían test de inteligencia. Enseguida leíamos a José Luis Pinillos y nos enterábamos qué significaba el percentil que nos habían asignado, que se nos antojaba muy importante. Esos libros decían que un coeficiente de inteligencia de 100 era normal. Que un coeficiente de inteligencia de 140 era superior. Que un coeficiente de inteligencia de 80 era un poco inferior. Nos preocupaba nuestra capacidad de razonamiento abstracto, nuestra visión espacial, y consiguieron hacernos creer que todo ello afectaría a nuestro desarrollo profesional y, singularmente, a nuestra vida.
Leímos que Napoleón tenía un coeficiente de inteligencia de 190 y a mí empezó a extrañarme que la mezcla de los sucesos del 18 brumario con la autocoronación como emperador, con cientos de miles de muertos sacrificados en pos de una bella idea produjera un resultado espectacularmente brillante, según los parámetros de medida estándar. Así que empecé a sospechar. Después vi que una especie supuestamente normal se había dedicado a lo largo de los siglos a destruir, torturar, conquistar. Que los dirigentes de la tal especie construían sus dominios generalmente sobre cadáveres, desgracia, horror. Así que decidí desconfiar de tales parámetros de normalidad y sustituí la idea de que un coeficiente de inteligencia de 100 significa normal por la consideración de que un coeficiente de inteligencia de 100 significa más bien habitual.
Desde entonces creo que un coeficiente de inteligencia de 2500 o 3000 tal vez sería el parámetro de normal en la especie humana. Y visto, por nuestro comportamiento a lo largo de la historia, que nos debatimos entre una subnormalidad más o menos profunda, creo que el hecho de que seamos unas décimas más o menos subnormales no es relevante para nuestras vidas, en contra de lo que suelen enseñarnos. No solamente a lo largo de la historia; basta contemplar cualquier suceso de la actualidad para que podamos poner en tela de juicio nuestra cordura. La apreciación es evidente en los grandes sucesos; guerras sin más fundamento que la codicia, países enteros donde la falta de alimentos es la norma, sociedades opulentas que se devoran a sí mismas. Pero en las pequeñas anécdotas de cada día podemos verlo también: Como no seguimos el consejo de Quevedo de pagar a los médicos porque estamos sanos, seguimos creyendo que nos curarán el tabardillo que les da de comer.
Pero si no podemos llegar a ser inteligentes, ¿por qué no aspirar a la bondad? La inteligencia no está a nuestro alcance, pero la bondad sí, y el mundo está lleno de ejemplos. La bondad es lo único que puede salvarnos de la desgracia de nuestra mediocre inteligencia. Mediante la bondad, podemos acceder a una guía segura que nos impele a comportarnos como si fuéramos inteligentes. Ya que si tuviéramos ese coeficiente de 3000 seríamos, sin duda, buenos -porque querríamos ser felices-, ser buenos es la única oportunidad que tenemos de vivir como si no fuéramos tan tontos.
Por eso, poco después de aquella pubertad, dejé de admirar la inteligencia y decidí admirar la bondad que, según creo, es lo único medianamente inteligente que puede hacerse.

Nota: publico esta vieja entrada como introducción a una nueva serie que quisiera desarrollar.