martes, 20 de diciembre de 2011

POR QUÉ NO CREO EN LOS REYES MAGOS. LA INDIFERENCIA EN EL AMOR


A M.M.
La misión de los padres no consiste en que sus hijos tengan una infancia feliz. El propósito de toda educación no se reduce a la infancia, sino que pretende tener efectos a lo largo de toda la vida. He escuchado a muchas personas referirse a su etapa escolar con añoranza. Yo no pienso así. Si el resultado de nuestros estudios no consiguió elevarnos a una posición mejor, ¿para qué sirvieron?. Asimismo, si la consecuencia de nuestra educación infantil no fue una vida adulta más plena, pobre educación infantil y pobre infancia en sí misma, por mucho que queramos idealizarla.
¿Alguien duda de la superior capacidad en recursos de un adulto? Con más información, más desarrollo y con un cerebro plenamente formado lo lógico es enfrentarse a las circunstancias de la vida con mayor probabilidad de éxito. Si nuestra vida es un fracaso tan grande como para que añoremos la época en que nuestro arsenal era mucho más escaso, algo tremendamente equivocado ocurrió en nuestra educación.
Cuando nació el primero de mis hijos tuve que buscar respuestas a muchos problemas que antes no me había planteado. Y una de las primeras decisiones a tomar fue si escogería el camino de la verdad o el de la "mentira piadosa" en cuanto a mi relación con los niños. Una vez planteada la cuestión parece difícil no escoger la verdad. Tal vez esta sea la razón por la que la mayoría de los padres que conozco prefieren no preguntarse cuál deberá ser su conducta con respecto a esto.
Una de las innumerables consecuencias del compromiso con la verdad es que para quien lo asume no es posible engañar a los niños con respecto a los Reyes Magos.
La cuestión de los Reyes Magos os perecerá una tontería sin mayores consecuencias, una futilidad. Yo no lo pienso así. Y después de pasados los años, comprendo que lo que parecía una decisión intrascendente ha tenido consecuencias notables. Es por eso que me atrevo a intentar describir mi experiencia. No pretendo juzgar a los demás padres por seguir otros caminos. Pero lo que me ha decidido a escribir es pensar que existirán siempre padres primerizos y que mi caso puede ayudarles.
Al tomar la decisión de excluir a los Reyes Magos de nuestra vida, lo primero que me sorprendió fue la tremenda, inconcebible presión social que provocamos. Los adultos que nos rodeaban empezaron a comportarse con tanto ímpetu como si trataran de evitar que diéramos diez latigazos a los niños cada mañana. Los argumentos más peregrinos, desde "fomentar el desarrollo de la fantasía en los niños", "no despojar a los niños de la belleza y felicidad de su infancia", hasta los recursos increíbles al "hazlo por mí", "confía en mí, que sé de lo que hablo", "qué trabajo te cuesta..." pasando por las alusiones, siempre tan efectivas, al miedo: "piensa qué gran error puedes cometer", "considera si no harás un perjuicio irreparable"; se nos dijo de todo. Pero no hicieron la menor mella en nuestra decisión. Hay una piedra de toque para el amor: la indiferencia con que se expresa. Me explicaré. Una característica esencial del amor es que es gratuito; es decir, que quien ama no tiene el menor interés personal en las consecuencias de ese amor. El amor consiste en buscar el bien de aquél a quien se ama, no en buscar el bien propio. Si por amor criticamos la conducta de nuestros semejantes, no sentiremos la menor conmoción personal en que nos hagan caso o no. Nosotros ya dimos lo que nos correspondía, ellos harán  lo que consideren más justo.
Pues bien, esta decisión acerca de los Reyes Magos no producía esta "indiferencia" amorosa en los demás. Provocaba más bien irritación, conmoción de valores, y sobre todo un deseo de conseguir reafirmación propia por medio de nuestra aceptación de lo convencional. Bien, en resumen, decidimos no aceptar esta convención.
Y es que en esta cuestión de los Reyes Magos hay muchísimas más cosas en juego de lo que parece. La primera de ellas y la principal es que introducimos en el cerebro de los niños una concepción del mundo en la que interviene lo mágico como parte fundamental de nuestra estructura. Y con lo mágico abrimos muchas puertas. Abrimos la puerta a la superstición y también a la idea de los poderes ilimitados de alguien. Y con estos poderes ilimitados llega la desigualdad social. Hay seres que lo pueden todo y otros que apenas si consiguen lo razonable. Detrás de esta idea está sembrada la semilla de las instituciones trascendentes, de la metafísica. Pero también la semilla que nos hará creer que algunas personas son diferentes a nosotros, que poseen unas cualidades inalcanzables. En definitiva, tras los Reyes Magos está la justificación de la autoridad como principio y desligada de la razón. No solamente eso, con la mentira de los Reyes Magos estamos sembrando la necesidad de desconfiar de las aseveraciones de nuestra familia. Si nuestro padre nos engañó ya una vez, ¿cómo sabremos que no lo está haciendo en el futuro? Una cosa es mostrar a los niños nuestra fragilidad, con la que deben contar siempre, y otra engañarlos a conciencia.
La vida ha de ser bella tal cual es; quiero decir que nuestro propósito debe ser construir la belleza de la vida real. Toda belleza que se sustenta en un ensueño no es tal; es alienación. Con el agravante de que lo bueno real es mejor y más bello que lo bueno ficticio y artificialmente formado. Que los padres, trabajadores normales, hagan un esfuerzo por obsequiar a sus hijos es mil veces más emocionante a que ese esfuerzo, sin esfuerzo, lo hagan unos seres lejanos, desconocidos, Reyes de no se sabe qué ni dónde.
Y emocionante también ha sido acompañar a los niños en la aventura de no vivir la navidad y de no tener Reyes Magos. Cuando cumplían tres años y empezaban a ir al colegio solíamos dejarlos en casa los días más conflictivos. El colegio al que iban era público y ellos no acudieron nunca a clases de religión; no obstante, casi todo diciembre se dedicaba a la navidad, a la fiesta de navidad, a las limosnas de navidad, etc., etc. También teníamos que hablar con ellos desde muy niños analizando la opción que habían tomado los otros padres para poder respetarla. No queríamos que mis hijos estropearan ningún secreto ni coartaran las otras decisiones educativas de sus compañeros. Así que durante algunos años tuvieron que callar ante las descripciones de la noche de Reyes, juguetes, etc. Mis hijos nunca tuvieron juguetes esa noche, claro. Tuvieron cariño y atención cada día, fuera o no navidad. Y tuvieron que compartir con sus padres, desde niños, la responsabilidad de nuestras elecciones. Ya que sin complicidad mutua, sin razonar juntos el por qué de nuestras opciones no hubiera sido posible el que respetáramos a los otros.
Pasó el tiempo y llegó el momento de la desilusión para los otros niños. Muchas veces mis hijos me contaron las decepciones de sus compañeros, que a menudo no pueden comprender el por qué del engaño, burdo, por parte de sus padres.


La mejor suerte que podemos tener al aterrizar en un planeta es encontrar a alguien que nos lo describa lealmente y con la verdad. Solamente de esa manera podremos adaptarnos cuanto antes a sus condiciones, sin dar carreras en la dirección equivocada. No comprendo cómo, al aterrizar en nuestro planeta nuestros hijos, nosotros, en lugar de ejercer ese papel, elegimos repetir las instrucciones que los jefes de las distintas tribus nos dan. Sabiendo que son mentiras, aunque las disfracemos con el nombre de mentiras piadosas. 
El compromiso con la verdad en los niños es un criterio que, en mi experiencia, solamente produce resultados positivos. No nos deja más autoridad que la que nos corresponde; yo, por ejemplo, creo tenerla bastante afianzada en cuanto a resolver problemas o en cuanto a vigilar la ortografía. No puedo tenerla en cuanto dictaminar regímenes alimenticios, ya que están hartos de verme incumplirlos. La vida es bella, frágil, emocionante y sencilla. Y el verdadero amor es una suerte de indiferencia.