El venado y la jicotea no pueden caminar juntos. Lydia Cabrera Cuando yo vivía en Madrid, la ciudad era para mí otra ciudad superpuesta a la real. Madrid era un museo, una brisa húmeda y fresca que se siente en la cara al entrar en motocicleta al Parque del Oeste en las noches de verano, quince o veinte habitaciones, doscientas calles, ochenta o cien personas. En una ciudad inmensa, habitábamos una pequeña aldea superpuesta. Todo lo demás era invisible para mí, y tengo la seguridad de haber sido invisible yo también para millones. Nadie se inmutaba frente a esa ausencia. Nuestra sociedad nos instaba a desarrollar los corolarios de la frase "no es mi problema", "no me incumbe a mí".
En La Habana, la primera sorpresa es ver su irreductibilidad. La Habana es una aldea inmensa y no es posible reducirla a otra menor. Lo desconocido no es invisible, no se puede eludir. No hay ese barrio al que no apetece entrar, esa calle que no duele no recorrer, ese animal de fondo que ignorar. ¿Cómo, acostumbrados a nuestra pequeña aldea, vivir de pronto en una conurbación?
La opción típica del turista es, en La Habana, aborrecible desde el primer día. El turista en La Habana vive una opción irreal, inventada por uno mismo. La primera sorpresa del turista se produce al comprobar que no es invisible ya para quien él quiera serlo. Todos lo ven, todos le hablan, todos lo señalan. Y el turista, que no sabe ver, tiene la sensación de que se ha acercado a una colmena y las abejas lo atacan. De modo que el pánico lo bloquea y sólo sabe esconder la cabeza bajo los brazos y correr con la imaginación.
Hay que comprender también que, por circunstancias, al turista le resulta muy difícil relacionarse, de primeras, con la inmensa mayoría de cubanos, porque muchas veces, los pocos que están siempre en la calle lo acaparan. He escuchado muchos relatos de turistas contando lo que vieron en Cuba; a mi modo de ver, casi todo lo que vieron no es real. No consiguieron acercarse a la Cuba secreta. Los bien intencionados creen que dejaron allá amistades duraderas, pero no se han dado cuenta de lo difícil que es establecer una verdadera amistad desde una distancia mental tan grande.
Para qué contar tantas anécdotas de turistas que vi en La Habana. Lo menos que se puede decir es que intenté alejarme de la interpretación de ese papel, y no siempre con éxito. Lo cierto es que tal posición al menos ni me atrae ni me divierte.
Naturalmente, mis amigos en Cuba sabían quién soy en realidad. ¡Pero cuántas mentiras habré contado por la calle, para intentar saltar del lado de allá! Lo que a primera vista parece "lumpen" en Cuba muchas veces es gente inocente, divertida y leal, si uno acierta a situarse en el lugar adecuado. Intentando eso, muchas veces quise dejar de hacer el papel de la miel y convertirme en un terrible y peligroso libador.
Ese era en realidad el motivo por el que, para mis compadres callejeros, yo casi siempre volvía, no de España, sino del tanque. El mismo motivo por el que me quejaba otras veces de que el gobierno solamente me ofrecía pasar tres días gratis en una casa de protocolo (en vez del dinero que yo pedía) a cambio de mi maravillosa propuesta de entretener a toda la Habana pasando sobre un cable que se tendería entre las cubiertas del Habana Libre y del Focsa, cosa que yo sabía perfectamente hacer por mi profesión verdadera de trabajador del alambre, equilibrista de circo. Ya Maykel comprenderá con esto mis alusiones a Mazorra; y por si tiene dudas todavía de mi capacidad de interpretación, contaré la anécdota del mayor de mis éxitos.
Estaba yo paseando con uno de esos "elementos" que se encuentran por la calle, propietario de una maldad de juguete, visitante del verdadero "tanque" algunas veces, compañero de divertidas conversaciones donde inventábamos nuevas formas de defensa y ataque frente a los turistas. Yo presumía de mi capacidad de entrar libremente a los hoteles para recoger al descuido, discretamente, centenares de cabos de cigarrillos de la inmensa mina de los ceniceros de la yuma, con los que alimentar de materia prima mi industriosa producción de tupamaros. Tupamaros que en verdad conocía porque una vez me los vendieron, un 31 de diciembre en que los populares se pusieron por las nubes y yo me empeñé en encontrarlos al precio del día anterior. Me inventaba medios de vida surrealistas para intentar colarme en ese ambiente. Se nos acerca otro "elemento", tal vez diabético que se cuidaría mal, con cuarenta pesos en la mano y una herida terrorífica en la pierna. Me dice que sabe que soy de fiar y que le traiga, en mi siguiente viaje a Cuba, no sé qué medicamento milagroso que se vende allá; fuera o no una ilusión el nombre o el efecto del medicamento, en ese momento me conmoví, y a riesgo de perder todo mi prestigio, tan arduamente ganado, instintivamente le alargué veinte dólares diciéndole: toma y búscalo por ahí. Y aquí viene el motivo de mi alegría: cuando el enfermo se marchó, sin comprender demasiado, mi amigo, el compañero "antisocial", me da con el codo en mi costilla, mientras me dice, con una sonrisa cómplice: "Compadre, le diste el falso". Se refería a uno de esos billetes "falsos", indistinguibles del original, que yo tan fácilmente conseguía, claro, en el banco que está en la esquina de mi casa. Os aseguro que en ese momento me imaginé cómo debió sentirse Napoleón en Jena.
No te voy a recomendar yo, Jueves, que te metas en ciertas calles nocturnas, ni que asumas ningún riesgo, del poquísimo que verdaderamente pueda haber en Cuba. Yo nunca me he sentido en peligro, y mira que me he metido en lugares extraños, siempre buscando la perfecta zona donde el único extranjero fuese yo. Pero lo que a veces parece lo peor, en Cuba, es tal vez mejor que nosotros. De lo que se trata es de no huir, sino de saltar "del lado de allá" al "lado de acá", como decía Cortázar. Y de divertirse practicando el superrealismo.
Una cosa que aprendí en Cuba fue a aceptarme como verdaderamente soy, porque hasta que llegué allá tenía una imagen idealizada de mí mismo. Cuba es, para los extranjeros como yo, una piedra de toque, porque precisamente encontrarse un pueblo bondadoso e inocente, que en otras partes no existe, pone de relieve las propias maldades, como un contraste. Los turistas hemos hecho daño a Cuba, ya lo advirtió Fidel en su día. Tenemos una malicia muy diferente de la de los cubanos y, muchas veces, me hubiera gustado advertir a quien se cree que está engañando a un turista que es al revés, que lo que verdaderamente pasa es que el turista se está dejando engañar con mucho gusto. Lo intenté alguna vez, pero nunca me creyeron.
Nota sobre la fotografía: la tiré en Camagüey, a una desconocida, que se percató de mis intenciones y se acercó a mirar a la cámara. Nos intercambiamos una sonrisa, pero jamás cruzamos una palabra, jamás nos volvimos a ver. Desde aquí le envío mi saludo junto con mis mejores deseos.