miércoles, 28 de mayo de 2008

LOS ÁNGELES DEL INSTANTE


Una breve introducción:
Escribí ocho o diez poemas entre los veinte y los treinta años de mi edad. Nunca he querido publicarlos. Son apasionados; intentan expresar emociones relacionadas con el amor y el paso del tiempo. Los amores correspondidos siempre he preferido vivirlos antes que escribir sobre ellos.
Recibo tanto afecto en vuestros comentarios, que me atrevo a mostrarlos aquí. Nada hay más penoso que encontrar por la calle a un conocido que se dirige a nosotros, arrollador, diciéndonos: "precisamente llevo aquí unos versillos..." Si fuera el caso, espero que me lo hagáis saber.
Tomo generalmente la forma de los cuartetos de la tradición castellana y la forma de los tercetos de la tradición inglesa. Así que se trata de un soneto híbrido.


I
de hierro y de crudeza y fuego armado.
Fray Luis

Llega la nave al fin a puerto oscuro
Rota la vela ya y desarbolada.
Por la herida va el alma derramada,
Y las potencias por el aire puro.

A la muerte no espera en lo seguro,
Porque a la vida el alma está agarrada;
Y se vuelve a las olas, preparada
A combatir al enemigo duro.

Aunque dispuesto el corazón se halla
A defender sus lazos con la tierra,
Y los llorosos ojos, a la guerra,

Y la sangrienta mano a la batalla,
Esto todo lo arrasa el tiempo airado,
De hierro y de crudeza y fuego armado.

jueves, 22 de mayo de 2008

EL MANIERISMO


Como ya mostré al hablar de mi predilección por Correggio en el Prado, me encanta el manierismo. El siglo XX rehabilitó este momento de la pintura, que durante algunos siglos fue despreciado y asimilado casi a la idea de amaneramiento. Sin embargo, nada más lejos de sus intenciones y de sus recursos estilísticos. Para mí, el manierismo es el primer intento de hacer lo que se ha dado en llamar pintura-pintura, casi como una primera cara oculta de la abstracción. Abstracción en el sentido de apartamiento de la naturaleza como modelo, de modo que si el renacimiento trata de copiar poniendo en equilibrio a la naturaleza, el manierismo intenta sustituirla y comportarse como naturaleza él mismo; es decir, pasa de la imitación a la creación, y sus contenidos no tienen otro modelo que el de la propia pintura.
Frente al idealismo del arte clásico del último renacimiento, frente a su equilibrio artificial, el manierismo pretende reflejar la verdadera realidad, la contradictoria, la que se convulsiona, la inconforme consigo misma, la crítica. Y todo esto lo hace, no como lo haría el siglo XX, por oposición radical a lo figurativo, sino tomando las bases formales de lo figurativo y conmocionándolas con la inserción de un espíritu rebelde en ellas. De un espíritu desgarrado, agitado, que casi no cabe dentro de su expresión formal y por eso estira los cuellos y abre las manos como en una coreografía de Lizt Alfonso.
¿Es posible vivir con la paz que reflejan las obras de Rafael Sanzio? ¿Se puede compatibilizar vida y fe? ¿Hay felicidad con el hombre inserto en una estructura social despiadada? El manierismo refleja la tragedia interior de no saber cómo; no es un estilo progresista, en el sentido de saber cuál es el camino correcto, sino un estilo atormentado, como el del que desconoce la solución, pero piensa que las cosas no pueden ser como nos las dictan quienes ostentan en ese momento el poder y la fe.
Siempre me ha gustado lo que la literatura expresa veladamente sobre otras literaturas, lo que la pintura y la música nos muestran de las relaciones de su autor con otras músicas y con otras pinturas. Es decir, muchas veces he preferido lo pintado a lo vivo, por mucho que esto pueda ser una aberración. Claro, para el ser inocente que logra vivir en la naturaleza, todo arte es superfluo. Pero para quien se ve rodeado de construcciones humanas, de estructuras artificiales, de contradicciones que se ve forzado a resolver para vivir, la naturaleza tiene que quedar muy lejos, y lo que importa son las consideraciones que otros hombres hagan de los problemas que nos atormentan, de los enigmas, no naturales, que desbordan nuestro pensamiento. Y el manierismo es tal vez el más vivo retrato de esa contraposición, de ese desgarramiento. A los pintores manieristas no les interesa lo que existe sino lo que se ha pintado ya. Ese es el libro en que saben leer. Y sus espectadores tienen que ser, por tanto, quienes se encuentran en el mismo brete: no saber cómo compaginar instinto y fe, libertad y estructura social. Entre reforma y contrarreforma, el manierismo es una especie de limbo, fuera de la creencia en la verdad, fuera también del propósito de convicción y de conmoción del barroco. ¿A quién iban a convencer los manieristas, si no sabían verdaderamente cómo vivir? Frente a la reforma, los manieristas no son capaces de creer que todo sea tan simple; frente a la contrarreforma, los manieristas se niegan a la manipulación que exige, y a la popularidad que busca. Si algo fue el manierismo, fue un arte oscuro, cuidadoso de que apenas nadie más que los propios pintores entendiera toda la carga crítica y rebelde que aquel modo de entender (o expresión del no entender) comportaba.
A menudo no nos damos cuenta de que nuestras rebeldías están previstas y son un eslabón más en la cadena que nos ata. Quien tiene la posibilidad de decidir, decide si nos corresponde ser clásicos o románticos. ¿Estamos seguros de que cuando nos oponemos a la moda no hacemos moda? Lo crucial, lo que siempre perdemos esta humanidad desdichada, es la libertad interior. Podemos creer que siendo barrocos nos oponemos a esas cadenas, sin ver que ser barroco en un momento histórico es lo único que se puede ser. Admiro a los manieristas porque creo que fueron los únicos -o casi los únicos- que, sin que se diera cuenta quien lo hubiera impedido, arrojaron por la borda la convención y el dictado, para hacer, de alguna manera, lo que les venía en gana; fingiendo asumir las reglas, las rompen completamente; expresan que no admiten la alienación y que harán lo que sea por evitarla.
Lamentablemente tal vez, el manierismo es un momento fugaz, sin continuación y sin precedentes que yo conozca. No sé si ha habido en toda la historia del arte pintores que se hayan enfrentado más radicalmente que ellos a lo convencional. Lo convencional, que de alguna forma lo intuyó, trató de confundir su grito con amaneramiento. Pero cuando veamos al resucitado de Correggio apartarse y abrir las manos frente a la Magdalena postrada, no pensemos, por favor: Qué cuadro más amanerado. Pensemos más bien: Qué pintor tan rebelde.

viernes, 16 de mayo de 2008

POR QUÉ ME GUSTA LA ROPA TENDIDA


Para mi colega Odette Farrell, que hace tiempo
tiene curiosidad sobre mi arquitectura, sospecho.

Para variar, hablemos, si os parece, de arquitectura. Y pongo arquitectura con minúscula, porque en esta ocasión será la mía. Pienso que soy lo suficientemente anónimo como para hablar libremente. Nada me gusta menos que esas páginas web de arquitectos "soy tal, hago cual, vendo lo de más allá". Ya se supone. Aquí hacemos, con más o menos fortuna, otra cosa.
Os hablaré de la única obra de tesis que he proyectado, y fue hace ya bastantes años; se trataba de construir un grupo de viviendas para personas con ingresos bajos. Como lo que no es tradición es plagio, os diré las fuentes que me inspiraron. En cuanto a la idea, los "Inmuebles-villas" de Le Corbusier. Fue una propuesta ideal de construir "chalets" en altura. Le Corbusier la propuso en un dibujo, pero yo no sé que se haya construido. Formalmente, ya que la propuesta había que materializarla, me fijé en las Viviendas en Trafalgar Square de James Gowan, que son una interpretación sobria y austera de la vivienda colectiva en ladrillo visto y que desarrolla el tema de la galería de acceso como "calle interior".
En definitiva, se trata de lo siguiente: combinar la calidad de vida de la vivienda unifamiliar, con la sensación de intimidad y espacio propio que supone, con las dificultades de obtenerla por el alto precio de suelo. Los edificios de vivienda colectiva resuelven este último problema, pero soslayan el primero. Los conjuntos de viviendas unifamiliares no se pueden pagar por una persona que viva de un trabajo normal.
Como algunos habréis pensado: ¿por qué no probar a superponer viviendas unifamiliares unas encima de las otras? Si conseguimos construir una vivienda unifamiliar, con su jardín, y trasladarla, como con una gran grúa, al espacio, el problema estará resuelto.
En las viviendas que yo proyecté, el esquema fue el siguiente:
Se traza un núcleo de comunicaciones, vale decir una escalera; esa escalera con lo que comunica es con calles: en la planta baja, en el piso tercero, en el piso quinto, etc. Esas calles peatonales está abiertas al exterior, se pueden ajardinar, etc.
Desde esas calles se accede a los, en este caso, dúplex. Viviendas en dos alturas con un jardín que ocupa, naturalmente, las dos alturas también; lógicamente, la vivienda se vuelca a su jardín, de donde le llega la luz: es el espejo en que se mira. Y así, hacia arriba, hasta el infinito; espero haberme explicado. Si alguno piensa que el único problema está en cómo aislar el tránsito de las calles elevadas con las viviendas, para obtener intimidad, yo también pensé en lo mismo. Así que, junto a las calles, puse el lavadero y un aseo auxiliar, con ventanas altas; esas piezas no requieren visión, aunque sí ventilación y luz. Esa fue la mejor forma que encontré de resolver el problema.
La estructura se hizo en hormigón armado, con vigas colgadas; quiero decir, vigas que se descuelgan por debajo de los pisos; son las que mejor funcionan; a mí me encantan. Si se piensan al proyectar, no estorban en las habitaciones sino todo lo contrario: marcan la verdad de los espacios. La fachada es de ladrillo visto. El ladrillo es un material hermoso y duradero. Hay conventos españoles en ladrillo visto que ya tienen quinientos años, y siguen funcionando. La escalera interior de cada vivienda está completamente compensada, para que ocupara poco espacio y se aprovechara el precio del suelo. Sin embargo, por ese motivo, disminuyó un poco la economía de la construcción. El núcleo de comunicaciones se construyó en hormigón visto completamente. Pensé que tendría que resistir muchos años el trasiego de las viviendas. Efectivamente, el tiempo ha mostrado que fue una buena solución.
Un error que yo detecto -tendrá muchísimos más- fue que me empeñé en que los morteros se usaran con mezcla de cal y cemento, por no sé qué virtudes de plasticidad que había estudiado en la escuela. Después aprendí que es mejor usar el material que los operarios sepan manejar con más familiaridad.
Las viviendas me han dado solamente alegrías. Una de las más grandes fue en otra ocasión en que me encargaron una vivienda unifamiliar. Como ocurre algunas veces, si alguien no te conoce bien, duda de si las cosas que proyectarás serán acertadas. Pero salieron estas viviendas en la conversación y al saber la persona que dudaba que yo fui el proyectista, me dijo: ¡pero si una de mis tías vive allí! ¡Tiene una casa fantástica!
Como alguna lectora me había preguntado por mi arquitectura, he tratado de mostraros esta obra.
Y me gusta la ropa tendida por varias razones. La primera, porque ropa tendida significa vida; y también significa la naturalidad de la gente que no disimula su carácter y sus necesidades corporales. Tampoco me atrae que los arquitectos consideremos nuestra obra "intocable", que parece que con un estornudo se puede estropear. Si la arquitectura vale algo es por las ideas que representa y expresa, no por el traje que la viste (para mí). Esa arquitectura tan formal me recuerda a las estructuras deshabitadas. Y tampoco comprendo que los habitantes de una arquitectura estén para servir a la edificación. Parece imposible, pero sucede: no se puede pintar las puertas, no se puede tocar las ventanas, no se puede alterar la fachada. Yo no pienso así. La arquitectura está para servir a sus usuarios, no para que los usuarios la sirvan a ella. Y si sirviendo se descompone, se arruga o se mancha, esa es la dignidad de su oficio.
En unas viviendas como las que he descrito, con los ideales que encierran, cada vez que paso y veo ropa tendida sonrío y pienso que, modestamente, conseguí lo que me proponía: Que cada uno de sus habitantes sintiera su casa como suya; en altura, sí, pero unifamiliar.
Ah, me olvidaba. Veréis en las fotos que algunos de los usuarios hicieron modificaciones, tal vez os parezca que pobremente ejecutadas. Eso me gusta tanto como la ropa tendida, lo confieso.

jueves, 8 de mayo de 2008

AVENTURAS EN UN MOCKBHY. COSAS QUE PASAN EN LOS RESTAURANTES.


Desde hace mucho tiempo pienso que el retrato de nuestra época lo trazó el escultor de «El Galo Moribundo» y el de «El Hermafrodita Tumbado». En una civilización que muere, la belleza del equilibrio y la armonía cansa a casi todos. En nuestra etapa helenística, nos aburre aprender a distinguir unas miradas de otras; en cambio, consideramos importante conocer los sutiles matices que diferencian el aroma de los vinos.
Y con esos matices me peleo yo desde la juventud asimismo, nunca en busca de una moral, sino de una libertad. Leí en Séneca lo que citaré de memoria; no voy a buscar la frase original, porque lo que recuerdo es lo que he llevado conmigo: “La naturaleza puso el placer unido a las cosas que nos son necesarias para que no dejáramos de hacerlas. Cuando el placer impone su propio derecho, es lujuria.”
Soy como todos, así que confesaré que bebo vino, que tomo ron, que sucumbo a menudo ante este derecho que tantas veces me ha impuesto el placer. Pero al mismo tiempo, convertirme en “gourmet” o en “connoisseur” me habría avergonzado. Me parece que una cosa es el placer en sí mismo, donde no encuentro maldad; otra, ese derecho ajeno a veces terrible, que siempre he sentido como la verdadera esclavitud, la servidumbre de ser material. Placer y dolor son dos caras del mismo personaje. Pero objetivamente, si hay veces en que no sabemos evitar que el dolor se imponga, tal vez podamos intentar resarcirnos frente al placer. Quién sabe. Y toda esta introducción, para intentar que comprendáis mis sentimientos ante ciertas situaciones que se producen en los restaurantes. Hay que comer, sí; pero seremos más libres, creo yo, si no permitimos a las masitas de puerco o al picadillo imponerse sobre nosotros.
Comer en La Habana, en una paladar o en un restaurante, no tiene mayor problema. Me gustaba el ranchón de 5ª y 16 que desapareció, porque siempre había frituras y nunca sabían "de qué saldrán". En aquella época prefería con mucho los restaurantes a las paladares, aunque tal vez más arreglarme con cualquier cosa. Desayunaba muy bien en casa; lo demás, no tenía tanta importancia.
Pero en el interior, las cosas cambiaban. En Cienfuegos, las paladares pagaban la patente de moneda nacional, pero tenían dos cartas, una para los turistas, en divisa, y otra para los cubanos, en pesos. Me irritaba interiormente que los dueños de las paladares me consideraran incapaz de quedarme sin comer, en pos de una idea. A ver si me explico: si en la mesa de al lado unas masas de cerdo cuestan 5 pesos y a ti te piden 5 dólares, quien lo hace supone que el hambre o alguna otra cosa te doblegará. Te está considerando incapaz de resistir, está poniendo un precio realmente bajo a tu dignidad para contigo mismo. Como todos los paladares estaban de acuerdo en seguir esa política, férreamente, era muy difícil saltársela. Una vez conseguí burlarla, pero fue abusando de la palanca de un amigo. Me parecía una cuestión de principios resolver el problema.
Tampoco tenía sentido comer habitualmente en La Casa Verde, en el Jagua, en el Rápido o en alguno de los ranchones que vendían bocaditos. Realmente yo deseaba luchar contra las paladares, no quedarme sentado y perder la batalla. Como quien sigue el consejo de Matisse de vivir de otra cosa se encuentra con una libertad terrible, decidí que la solución sería poner mi propio restaurante.
¿Te parece difícil, Jueves? Pues nada más sencillo. Si no pensaba cobrar, no existía el problema de la patente, la licencia, ni ninguna autorización adicional; así que expuse mi propuesta: yo pondría los materiales y la otra parte el trabajo. En la casa, la comida y la bebida correrían de mi cuenta. Alguien pondría el lugar y la maravillosa sazón. Yo comería habitualmente allí. Entre las condiciones pactadas, estaba el derecho que tendríamos las dos partes a invitar a comer o a beber a quien quisiéramos, dentro de lo que nos pareciese razonable.
Y enseguida me salieron candidatos. Dos señoras que vivían solas estuvieron completamente de acuerdo en todo; no solamente eso; les pareció divertido y un disolvente para la rutina diaria. A mí siempre me gustó ir al mercado, así que todo resuelto. Pasamos muy buenos ratos; las dueñas de la casa siempre me ofrecían una cama para descansar. Yo nunca lo acepté; eso jamás. ¿Dormir en un perfecto restaurante? Hubo almuerzos, comidas, cumpleaños. Tertulias diversas a la luz esclarecedora del ron Palma. Todo tiene que terminar, pero aún añoro aquéllas caminatas hasta el mercado. Eso sí, jamás se cocinó allí un pollito de Vietnam, que tanto le gustaba a mis amigos. El animalito, como un buen restaurante que fue -aunque los comensales no lo supieran- siempre fue criollo. ¡Ay, mi guiso de Quimbombó, que resbala!
Si Cienfuegos acabó siendo fascinantemente -para mí- divertido, en Camagüey me resultó mucho más fácil. Yo adoraba el Ovejito, que en los primeros viajes siempre se portó bien conmigo, con un servicio amable, cordial y maravilloso. Pero el Ovejito se metió en reformas y hubo que buscar alternativas. Sin mucha esperanza entré en un paladar, espléndido de aspecto y de situación. Antes de sentarme, pude oír repetirse cien veces la llamada: "Tizón, aquí." "Tizón, trae pan". "Tizón, una cerveza". Tizón, naturalmente, era negro [sic. Tomo ese vocablo de Lydia Cabrera] como su apodo. Estaba puesto en bandeja. Me senté, y allí se acercó aquél a quien llamaban Tizón. Lo primero que le dije fue: ¿Sería usted tan amable de indicarme su nombre? "Raudel", me contestó, no lo olvido. "Raudel, ¿sería posible almorzar aquí pagando en dinero cubano?" "Cómo no, señor, será un placer atenderlo". Y así, sencillamente, mi desde entonces amigo Raudel me permitió comer allí, con el dinero cubano que no me ofendía; como los demás, tantas veces como aparecí. No fue una impostura. Es que nunca, jamás, he nombrado a nadie, ni a una sola persona, por su apodo.
Y sí, alguna vez, tal vez una sola, porque no sería necesario más, Raudel y yo supimos, porque el fondo de nuestros ojos lo expresó así, que cuando dos "tizones" se encuentran, se hacen silenciosos amigos, en la distancia, tal como conté que nos ocurre a los amigos de José.
Ya lo dijo Juan Ramón el otro día, en la segunda: "¿Los tizos que apagó el sol/cayeron en tu jardín?"

lunes, 5 de mayo de 2008

AVENTURAS EN UN MOCKBHY. TRES REGALOS FALLIDOS


En la casa de Playa donde solía quedarme en la Habana vivía una familia encantadora, compuesta por un matrimonio, dos hijas y una abuela. La abuela me sorprendía con su comprensión, su ternura, su discreción y su perfecto pronóstico del tiempo. Cada día, por la mañana temprano, me decía: cuidado, a tal hora lloverá. Y matemáticamente llovía a la hora prescrita.
Un día la mamá, a la que yo me había ofrecido mil veces para traerle de España lo que necesitara, me abordó con una petición. Me explicó las dificultades para obtener ropa interior. Además, me dijo, con el lavado constante estas prendas, que son muy frágiles, se deterioran rápidamente, y ya me puedes imaginar buscando por toda la Habana un nuevo juego de ajustador y blúmer que me convenga, y que sé que se romperá enseguida. ¿Tú podrías traerme de allá uno de la talla 105?
Cuando tengo las ideas claras soy concienzudo, así que en España examiné a fondo la corsetería. En cuanto a la talla, no había problema, pero mi premisa de encontrar algo realmente resistente no era tan fácil de cumplir. Yo había asimilado la imagen de esa rotura casi inmediata que los lavados producen en las prendas, y me había propuesto burlar al tiempo, que nos deteriora a nosotros también. A todos los sujetadores que me sacaban les encontré un defecto u otro: los corchetes se oxidan, las flores cosidas en el cruce de las dos copas se descoserán; los rasos y las muselinas pueden rasgarse, nada hay más triste que ver un elástico que ya no ciñe. La corsetera no comprendía que yo necesitaba algo totalmente irrompible. Hasta que por fin, una dependienta más anciana se acercó a nosotros dispuesta a terciar y al escuchar mis necesidades, guiñándome un ojo, me dijo que ella sí que había comprendido lo que yo necesitaba y que lo sacaría de la parte arquelógica del inmenso almacén. Efectivamente, a los pocos minutos apareció con una sonrisa de complicidad, con un juego de ropa interior color carne que verdaderamente colmó todas mis aspiraciones. La tela era de fuerte algodón, en triple capa; sus hojas estaban cosidas en infinitas puntadas minúsculas, perfectamente paralelas. Para que mi goce fuera mayor, se amarraba con unas gruesas cintas que se entrelazaban en quíntuple nudo, de las que la vendedora y yo razonamos que en todo caso siempre podrían reponerse, mientras siguieran existiendo en el mundo cordones de zapatillas de deporte. Con ojales de latón, que no se oxida, apenas tuve que examinar el blúmer; estaba a juego, y se anudaba también, lo que eliminaba la posibilidad de rotura del siempre dudoso y contingente elástico. Ni un gramo de lycra en la composición, ni poliéster ni nylon. Sólo algodón egipcio, de la mejor calidad. Me costó caro, pero valía la pena, ya que pude imaginar cómo mi querida patrona usaría, agradecida, mi regalo al menos durante los próximos cincuenta años.
Ay, al regresar a Cuba, lo primero que hice fue buscar, triunfante, mi regalo, esperando ver los ojos de admiración que mi perfecto trabajo merecía. Sin embargo, me asombró encontrar solamente una frase cortés de agradecimiento y unos ojos cuyo inicial brillo se apagó de inmediato. ¿Qué habría pasado? Una frase, escuchada más tarde por casualidad, me aclaró mi error. Ella me había hecho el encargo pensando secretamente en las lujuriosas artes del capitalismo; soñaba con un ajustador frágil, de encaje, como los que aparecían en las revistas extranjeras, no un "Matapasiones" como el que yo había comprado. Esa palabra, "matapasiones", fue la que por fin me sacó de mi error. Y comprendí que su razonamiento acerca de la fragilidad había sido la excusa que se le ocurrió para justificar su petición. Nunca termina uno de aprender.
Su marido celebraba el cumpleaños durante el mes de Agosto, que yo pasaba siempre en su casa. Así que otra vez también creí haber descubierto la pólvora cuando aparecí con un flamante faro para su bicicleta, acompañado de la dinamo correspondiente. Enseguida me explicaron que todas las bicicletas vienen con faro, pero que hay que quitarlo si se quieren recorrer distancias con un esfuerzo razonable. Ese fue mi segundo regalo fallido.
Un año más, me levanté ese mismo día del cumpleaños, para encontrar la casa desierta. Todos se fueron a celebrar, temprano, al parque Lenin. Pero escucho unos ruidos. Desierta, no. Estaban dos trabajadores picando los azulejos del cuarto de baño. Era, casualmente, el primer día de trabajo. Frente a la casa había un agromercado, así que me acerqué para recolectar el desayuno; una frutabomba y unos cuantos coquitos, dulce que estaba riquísimo. Ofrecí mis manjares a Fico y a su compañero. Fico era el trabajador mayor de los dos, un hombre delgado y risueño, con un gran sentido del humor. Ambos aceptaron la invitación, pero se extrañaron también de que yo desayunara esas cosas tan raras. "Con lo buena que está esa pierna de puerco asada del agromercado, es extraño verte desayunando los coquitos". Entendí la indirecta, y al poco rato aparecí con una libra de carne. Allí fue el gozo, la alegría, solamente empañada por la falta del líquido elemento con que pasar las viandas. Ahí si que estamos embarcados, dije, lo único que tengo a mano son dos botellas de ron, y por la mañana temprano... ¡No importa, tú sácalas, nosotros nos arreglamos con cualquier cosa!, me indicó Fico enseguida. Ya podéis imaginar cómo pasamos el día; la mujer del otro compañero se quedó con la comida puesta; entre cuentos y anécdotas se nos fueron las horas y como a las seis de la tarde, habíamos dado fin a las botellas de ron. En ese momento, Fico vuelve en sí, como de un sueño y, golpeándose la frente, dice: "¡Dios mío, están a punto de volver del parque Lenin, y no hemos trabajado nada en todo el día!" "¡Dale, vamos a recuperar en un momento el trabajo, antes de que se den cuenta de lo que hemos estado haciendo!" Entonces comenzó un frenético ritmo de maza y martillo; los azulejos caían hechos pedazos, sin orden ni concierto y por todas partes a la vez. Y lo peor, en medio del ruido infernal, una tubería se colocó en el lugar inadecuado y sucumbió a los temibles golpes. En eso llegan los dueños de la casa; era el momento álgido de la inundación; un brazo de mar salía del cuarto de baño, mezclado con restos de barro y cal, entre intentos, ya infructuosos, de taponar la brecha, cosa que, después de algunos esfuerzos, y de cerrar la llave general, más tarde se logró hacer. Al final, Fico no perdió el trabajo, pero todos sufrimos una reprimenda justa.
Y este fue mi tercer regalo equivocado y el que más desastres produjo, sin lugar a dudas.

domingo, 4 de mayo de 2008

AVENTURAS EN UN MOCKBHY. LAS CIUDADES SUPERPUESTAS

El venado y la jicotea no pueden caminar juntos.
Lydia Cabrera

Cuando yo vivía en Madrid, la ciudad era para mí otra ciudad superpuesta a la real. Madrid era un museo, una brisa húmeda y fresca que se siente en la cara al entrar en motocicleta al Parque del Oeste en las noches de verano, quince o veinte habitaciones, doscientas calles, ochenta o cien personas. En una ciudad inmensa, habitábamos una pequeña aldea superpuesta. Todo lo demás era invisible para mí, y tengo la seguridad de haber sido invisible yo también para millones. Nadie se inmutaba frente a esa ausencia. Nuestra sociedad nos instaba a desarrollar los corolarios de la frase "no es mi problema", "no me incumbe a mí".
En La Habana, la primera sorpresa es ver su irreductibilidad. La Habana es una aldea inmensa y no es posible reducirla a otra menor. Lo desconocido no es invisible, no se puede eludir. No hay ese barrio al que no apetece entrar, esa calle que no duele no recorrer, ese animal de fondo que ignorar. ¿Cómo, acostumbrados a nuestra pequeña aldea, vivir de pronto en una conurbación?
La opción típica del turista es, en La Habana, aborrecible desde el primer día. El turista en La Habana vive una opción irreal, inventada por uno mismo. La primera sorpresa del turista se produce al comprobar que no es invisible ya para quien él quiera serlo. Todos lo ven, todos le hablan, todos lo señalan. Y el turista, que no sabe ver, tiene la sensación de que se ha acercado a una colmena y las abejas lo atacan. De modo que el pánico lo bloquea y sólo sabe esconder la cabeza bajo los brazos y correr con la imaginación.
Hay que comprender también que, por circunstancias, al turista le resulta muy difícil relacionarse, de primeras, con la inmensa mayoría de cubanos, porque muchas veces, los pocos que están siempre en la calle lo acaparan. He escuchado muchos relatos de turistas contando lo que vieron en Cuba; a mi modo de ver, casi todo lo que vieron no es real. No consiguieron acercarse a la Cuba secreta. Los bien intencionados creen que dejaron allá amistades duraderas, pero no se han dado cuenta de lo difícil que es establecer una verdadera amistad desde una distancia mental tan grande.
Para qué contar tantas anécdotas de turistas que vi en La Habana. Lo menos que se puede decir es que intenté alejarme de la interpretación de ese papel, y no siempre con éxito. Lo cierto es que tal posición al menos ni me atrae ni me divierte.
Naturalmente, mis amigos en Cuba sabían quién soy en realidad. ¡Pero cuántas mentiras habré contado por la calle, para intentar saltar del lado de allá! Lo que a primera vista parece "lumpen" en Cuba muchas veces es gente inocente, divertida y leal, si uno acierta a situarse en el lugar adecuado. Intentando eso, muchas veces quise dejar de hacer el papel de la miel y convertirme en un terrible y peligroso libador.
Ese era en realidad el motivo por el que, para mis compadres callejeros, yo casi siempre volvía, no de España, sino del tanque. El mismo motivo por el que me quejaba otras veces de que el gobierno solamente me ofrecía pasar tres días gratis en una casa de protocolo (en vez del dinero que yo pedía) a cambio de mi maravillosa propuesta de entretener a toda la Habana pasando sobre un cable que se tendería entre las cubiertas del Habana Libre y del Focsa, cosa que yo sabía perfectamente hacer por mi profesión verdadera de trabajador del alambre, equilibrista de circo. Ya Maykel comprenderá con esto mis alusiones a Mazorra; y por si tiene dudas todavía de mi capacidad de interpretación, contaré la anécdota del mayor de mis éxitos.
Estaba yo paseando con uno de esos "elementos" que se encuentran por la calle, propietario de una maldad de juguete, visitante del verdadero "tanque" algunas veces, compañero de divertidas conversaciones donde inventábamos nuevas formas de defensa y ataque frente a los turistas. Yo presumía de mi capacidad de entrar libremente a los hoteles para recoger al descuido, discretamente, centenares de cabos de cigarrillos de la inmensa mina de los ceniceros de la yuma, con los que alimentar de materia prima mi industriosa producción de tupamaros. Tupamaros que en verdad conocía porque una vez me los vendieron, un 31 de diciembre en que los populares se pusieron por las nubes y yo me empeñé en encontrarlos al precio del día anterior. Me inventaba medios de vida surrealistas para intentar colarme en ese ambiente. Se nos acerca otro "elemento", tal vez diabético que se cuidaría mal, con cuarenta pesos en la mano y una herida terrorífica en la pierna. Me dice que sabe que soy de fiar y que le traiga, en mi siguiente viaje a Cuba, no sé qué medicamento milagroso que se vende allá; fuera o no una ilusión el nombre o el efecto del medicamento, en ese momento me conmoví, y a riesgo de perder todo mi prestigio, tan arduamente ganado, instintivamente le alargué veinte dólares diciéndole: toma y búscalo por ahí. Y aquí viene el motivo de mi alegría: cuando el enfermo se marchó, sin comprender demasiado, mi amigo, el compañero "antisocial", me da con el codo en mi costilla, mientras me dice, con una sonrisa cómplice: "Compadre, le diste el falso". Se refería a uno de esos billetes "falsos", indistinguibles del original, que yo tan fácilmente conseguía, claro, en el banco que está en la esquina de mi casa. Os aseguro que en ese momento me imaginé cómo debió sentirse Napoleón en Jena.
No te voy a recomendar yo, Jueves, que te metas en ciertas calles nocturnas, ni que asumas ningún riesgo, del poquísimo que verdaderamente pueda haber en Cuba. Yo nunca me he sentido en peligro, y mira que me he metido en lugares extraños, siempre buscando la perfecta zona donde el único extranjero fuese yo. Pero lo que a veces parece lo peor, en Cuba, es tal vez mejor que nosotros. De lo que se trata es de no huir, sino de saltar "del lado de allá" al "lado de acá", como decía Cortázar. Y de divertirse practicando el superrealismo.
Una cosa que aprendí en Cuba fue a aceptarme como verdaderamente soy, porque hasta que llegué allá tenía una imagen idealizada de mí mismo. Cuba es, para los extranjeros como yo, una piedra de toque, porque precisamente encontrarse un pueblo bondadoso e inocente, que en otras partes no existe, pone de relieve las propias maldades, como un contraste. Los turistas hemos hecho daño a Cuba, ya lo advirtió Fidel en su día. Tenemos una malicia muy diferente de la de los cubanos y, muchas veces, me hubiera gustado advertir a quien se cree que está engañando a un turista que es al revés, que lo que verdaderamente pasa es que el turista se está dejando engañar con mucho gusto. Lo intenté alguna vez, pero nunca me creyeron.
Nota sobre la fotografía: la tiré en Camagüey, a una desconocida, que se percató de mis intenciones y se acercó a mirar a la cámara. Nos intercambiamos una sonrisa, pero jamás cruzamos una palabra, jamás nos volvimos a ver. Desde aquí le envío mi saludo junto con mis mejores deseos.