Todos hemos sentido, en algún momento de nuestra vida, que el tiempo psicológico no es constante. Desde niño, escuché a los ancianos decir que para ellos la vida pasaba muy rápido. Me sorprendía tal aseveración, porque recuerdo que a mis tres años el mundo era tan lento que tuve que preguntar, paseando por una glorieta, a mi padre, si seria posible que alguna vez volviera a ser verano. Conforme fui creciendo pude apreciar que el horario escolar se sentía muy distinto en primaria y en la universidad. En primaria, una clase era algo casi inabarcable, donde se podían aprender infinitas cosas, todas ellas insospechadas. En la universidad, una mañana de clases parecía reducirse a unos minutos de primaria. Así que, como ahora tengo tan estupendos lectores en este blog, me atrevo a contaros la explicación que fui hilando. No es nada del otro mundo, pero me gusta.
Necesita, eso sí, un poco de paciencia, porque es preciso conocer antes una sencilla ley de la percepción.
La primera vez que, en la Escuela de Arquitectura, me pidieron que trazara un degradado constante que fuera del blanco al negro, con tinta china de barra, ejecuté, sin saberlo, las instrucciones que Chevreul daba en su libro "Las leyes del contraste del color" para conseguir el mismo propósito. Igual que le hubiera pasado a Chevreul si hubiera seguido él también sus instrucciones, fracasé estrepitosamente, como enseguida reflejó la nota con que calificaron mi ejercicio.
Las instrucciones de Chevreul son las siguientes, tal y como las describe Joseph Albers:
"Sobre una hoja de cartulina dividida en diez bandas, cada una de aproximadamente un cuarto de pulgada de ancho, extiéndase una capa uniforme de tinta china. Una vez seca , extiéndase una segunda capa sobre todas las bandas excepto la primera.
Una vez seca la segunda, extiéndase una tercera sobre todas las bandas excepto la primera y la segunda, y así sobre todas las restantes, hasta tener diez capas planas que aumentan gradualmente en profundidad de la primera a la última."
Todo este procedimiento, que suena tan convincente, provoca una sorpresa inevitable: La sorpresa es que el aumento de profundidad gradual que se prometía no aparece en una sucesión de escalones iguales.
Está claro que hemos aumentado la cantidad de pigmento según una progresión aritmética. Es imposible que percibamos la progresión como uniforme, ya que, si las cantidades de pigmento aplicadas siguen la serie
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10
fácilmente se comprende que si bien la diferencia entre el primer término y el segundo supone un incremento del 100% (de 1 a 2), la diferencia de pigmento aplicado entre los dos últimos términos supone solamente un incremento del 10%. Por tanto, veremos incrementos muy grandes de saturación al comienzo de la serie y muy pequeños al final.
La Ley de Weber-Fechner establece que para que podamos percibir un estímulo de modo que nuestra percepción aumente según una progresión aritmética, es preciso que el estímulo en sí aumente según una progresión geométrica. Si la serie anterior, que refleja el número de capas de tinta china de barra que sería preciso dar fuera
1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512
veríamos entre cada variación un incremento igual, ya que igual es la diferencia relativa entre cada uno de los tramos. El efecto sobre la percepción de las últimas 256 capas es igual al de las 2 primeras; al principio, con un breve esfuerzo conseguimos aumentar al doble la cantidad de pigmento, mientras para conseguir eso mismo al final necesitamos un estímulo inmensamente mayor.
Y aquí viene la hipótesis de nuestra teoría: Si admitimos, con los escolásticos, que el sujeto de la percepción humana es, al nacer, tamquam tabula rasa in que nihil est scriptum, a la espera de un stilo que marque la cera, podemos asociar este stilo al tiempo, considerado como aquél que graba percepciones incesantemente en nuestro espíritu. El primer año de nuestra vida extiende en el alma la primera capa de tinta china y serán precisos los dos años siguientes para percibir lo equivalente a una gradación más. Tras cuatro años más (ya tenemos siete) se extiende la tercera gradación, tras ocho años más la cuarta (ya tenemos quince); han de pasar dieciséis años para que sintamos una quinta gradación (ya tenemos treinta y uno). Me temo que después de los treinta y dos años necesarios para alcanzar la sexta (ya tenemos sesenta y tres) empezaremos a aburrirnos de ser nosotros mismos, y nunca alcanzaremos la séptima, porque para ella harían falta otros sesenta y cuatro años.
Según esto, no es de extrañar que sintamos pasar el tiempo más veloz a partir de cierta edad. En definitiva, el impacto de lo que percibimos en un año de nuestra vejez es semejante al de la primera vez que escuchamos cantar a un ruiseñor.
En términos de percepción, la mitad de la vida pasa antes de los ocho años; naturalmente, suponiendo una presión uniforme del stilo, porque si en algún momento la presión aumenta y vivimos emociones no recomendables, no haremos más que aumentar la cantidad de estímulo necesaria para que podamos percibir algo.
Pero ¿no tendrá este mundo aterrador de no percepción soluciones? Pues a mí la única que se me ocurre es reconstruir la tablilla. Borrar la tabla exige lo que parece sacrificio: no ser nunca nadie. Si somos alguien, si no eliminamos a nuestro yo, a nuestro superyó y demás familia, arrastramos en nuestra memoria un lastre inmenso de tinta china. Pero si de pronto ya no somos nadie, si perdemos la memoria personal de nuestras emociones, qué maravilla. Asombrarnos todos los días con el árbol frente a nuestra ventana exige preguntarnos, cada vez que lo vemos, lo siguiente: ¿qué será esto? ¿Será un animal, será una planta? ¿Por qué mueve sus ramas el viento?
La sociedad intenta formarnos, con buena intención, para que creemos un limitado número de unidades gestálticas en nuestro cerebro, pensando que eso nos permitirá reaccionar con una respuesta rápida cuando sea preciso. Pero saber que el misterioso animal que nos olfatea se llama gato, creer que es sencillamente un gato, un gato como el que vive pobremente simplificado en nuestro cerebro, nos hace ciegos y sordos ante el misterio. Sin esta ceguera y esta sordera no seríamos capaces de tocar a esos animales de fondo sin emocionarnos. Pero por suerte, podemos elegir: morir cada día y renacer hasta el día final; vivir el mismo día sin morir mas que una vez; a nuestro gusto. ¿Que qué elección tomé yo ayer? Yo? No sé a quién te refieres, pero de todas formas no lo recuerdo.