En la casa de Playa donde solía quedarme en la Habana vivía una familia encantadora, compuesta por un matrimonio, dos hijas y una abuela. La abuela me sorprendía con su comprensión, su ternura, su discreción y su perfecto pronóstico del tiempo. Cada día, por la mañana temprano, me decía: cuidado, a tal hora lloverá. Y matemáticamente llovía a la hora prescrita.
Un día la mamá, a la que yo me había ofrecido mil veces para traerle de España lo que necesitara, me abordó con una petición. Me explicó las dificultades para obtener ropa interior. Además, me dijo, con el lavado constante estas prendas, que son muy frágiles, se deterioran rápidamente, y ya me puedes imaginar buscando por toda la Habana un nuevo juego de ajustador y blúmer que me convenga, y que sé que se romperá enseguida. ¿Tú podrías traerme de allá uno de la talla 105?
Cuando tengo las ideas claras soy concienzudo, así que en España examiné a fondo la corsetería. En cuanto a la talla, no había problema, pero mi premisa de encontrar algo realmente resistente no era tan fácil de cumplir. Yo había asimilado la imagen de esa rotura casi inmediata que los lavados producen en las prendas, y me había propuesto burlar al tiempo, que nos deteriora a nosotros también. A todos los sujetadores que me sacaban les encontré un defecto u otro: los corchetes se oxidan, las flores cosidas en el cruce de las dos copas se descoserán; los rasos y las muselinas pueden rasgarse, nada hay más triste que ver un elástico que ya no ciñe. La corsetera no comprendía que yo necesitaba algo totalmente irrompible. Hasta que por fin, una dependienta más anciana se acercó a nosotros dispuesta a terciar y al escuchar mis necesidades, guiñándome un ojo, me dijo que ella sí que había comprendido lo que yo necesitaba y que lo sacaría de la parte arquelógica del inmenso almacén. Efectivamente, a los pocos minutos apareció con una sonrisa de complicidad, con un juego de ropa interior color carne que verdaderamente colmó todas mis aspiraciones. La tela era de fuerte algodón, en triple capa; sus hojas estaban cosidas en infinitas puntadas minúsculas, perfectamente paralelas. Para que mi goce fuera mayor, se amarraba con unas gruesas cintas que se entrelazaban en quíntuple nudo, de las que la vendedora y yo razonamos que en todo caso siempre podrían reponerse, mientras siguieran existiendo en el mundo cordones de zapatillas de deporte. Con ojales de latón, que no se oxida, apenas tuve que examinar el blúmer; estaba a juego, y se anudaba también, lo que eliminaba la posibilidad de rotura del siempre dudoso y contingente elástico. Ni un gramo de lycra en la composición, ni poliéster ni nylon. Sólo algodón egipcio, de la mejor calidad. Me costó caro, pero valía la pena, ya que pude imaginar cómo mi querida patrona usaría, agradecida, mi regalo al menos durante los próximos cincuenta años.
Ay, al regresar a Cuba, lo primero que hice fue buscar, triunfante, mi regalo, esperando ver los ojos de admiración que mi perfecto trabajo merecía. Sin embargo, me asombró encontrar solamente una frase cortés de agradecimiento y unos ojos cuyo inicial brillo se apagó de inmediato. ¿Qué habría pasado? Una frase, escuchada más tarde por casualidad, me aclaró mi error. Ella me había hecho el encargo pensando secretamente en las lujuriosas artes del capitalismo; soñaba con un ajustador frágil, de encaje, como los que aparecían en las revistas extranjeras, no un "Matapasiones" como el que yo había comprado. Esa palabra, "matapasiones", fue la que por fin me sacó de mi error. Y comprendí que su razonamiento acerca de la fragilidad había sido la excusa que se le ocurrió para justificar su petición. Nunca termina uno de aprender.
Su marido celebraba el cumpleaños durante el mes de Agosto, que yo pasaba siempre en su casa. Así que otra vez también creí haber descubierto la pólvora cuando aparecí con un flamante faro para su bicicleta, acompañado de la dinamo correspondiente. Enseguida me explicaron que todas las bicicletas vienen con faro, pero que hay que quitarlo si se quieren recorrer distancias con un esfuerzo razonable. Ese fue mi segundo regalo fallido.
Un año más, me levanté ese mismo día del cumpleaños, para encontrar la casa desierta. Todos se fueron a celebrar, temprano, al parque Lenin. Pero escucho unos ruidos. Desierta, no. Estaban dos trabajadores picando los azulejos del cuarto de baño. Era, casualmente, el primer día de trabajo. Frente a la casa había un agromercado, así que me acerqué para recolectar el desayuno; una frutabomba y unos cuantos coquitos, dulce que estaba riquísimo. Ofrecí mis manjares a Fico y a su compañero. Fico era el trabajador mayor de los dos, un hombre delgado y risueño, con un gran sentido del humor. Ambos aceptaron la invitación, pero se extrañaron también de que yo desayunara esas cosas tan raras. "Con lo buena que está esa pierna de puerco asada del agromercado, es extraño verte desayunando los coquitos". Entendí la indirecta, y al poco rato aparecí con una libra de carne. Allí fue el gozo, la alegría, solamente empañada por la falta del líquido elemento con que pasar las viandas. Ahí si que estamos embarcados, dije, lo único que tengo a mano son dos botellas de ron, y por la mañana temprano... ¡No importa, tú sácalas, nosotros nos arreglamos con cualquier cosa!, me indicó Fico enseguida. Ya podéis imaginar cómo pasamos el día; la mujer del otro compañero se quedó con la comida puesta; entre cuentos y anécdotas se nos fueron las horas y como a las seis de la tarde, habíamos dado fin a las botellas de ron. En ese momento, Fico vuelve en sí, como de un sueño y, golpeándose la frente, dice: "¡Dios mío, están a punto de volver del parque Lenin, y no hemos trabajado nada en todo el día!" "¡Dale, vamos a recuperar en un momento el trabajo, antes de que se den cuenta de lo que hemos estado haciendo!" Entonces comenzó un frenético ritmo de maza y martillo; los azulejos caían hechos pedazos, sin orden ni concierto y por todas partes a la vez. Y lo peor, en medio del ruido infernal, una tubería se colocó en el lugar inadecuado y sucumbió a los temibles golpes. En eso llegan los dueños de la casa; era el momento álgido de la inundación; un brazo de mar salía del cuarto de baño, mezclado con restos de barro y cal, entre intentos, ya infructuosos, de taponar la brecha, cosa que, después de algunos esfuerzos, y de cerrar la llave general, más tarde se logró hacer. Al final, Fico no perdió el trabajo, pero todos sufrimos una reprimenda justa.
Y este fue mi tercer regalo equivocado y el que más desastres produjo, sin lugar a dudas.
Un día la mamá, a la que yo me había ofrecido mil veces para traerle de España lo que necesitara, me abordó con una petición. Me explicó las dificultades para obtener ropa interior. Además, me dijo, con el lavado constante estas prendas, que son muy frágiles, se deterioran rápidamente, y ya me puedes imaginar buscando por toda la Habana un nuevo juego de ajustador y blúmer que me convenga, y que sé que se romperá enseguida. ¿Tú podrías traerme de allá uno de la talla 105?
Cuando tengo las ideas claras soy concienzudo, así que en España examiné a fondo la corsetería. En cuanto a la talla, no había problema, pero mi premisa de encontrar algo realmente resistente no era tan fácil de cumplir. Yo había asimilado la imagen de esa rotura casi inmediata que los lavados producen en las prendas, y me había propuesto burlar al tiempo, que nos deteriora a nosotros también. A todos los sujetadores que me sacaban les encontré un defecto u otro: los corchetes se oxidan, las flores cosidas en el cruce de las dos copas se descoserán; los rasos y las muselinas pueden rasgarse, nada hay más triste que ver un elástico que ya no ciñe. La corsetera no comprendía que yo necesitaba algo totalmente irrompible. Hasta que por fin, una dependienta más anciana se acercó a nosotros dispuesta a terciar y al escuchar mis necesidades, guiñándome un ojo, me dijo que ella sí que había comprendido lo que yo necesitaba y que lo sacaría de la parte arquelógica del inmenso almacén. Efectivamente, a los pocos minutos apareció con una sonrisa de complicidad, con un juego de ropa interior color carne que verdaderamente colmó todas mis aspiraciones. La tela era de fuerte algodón, en triple capa; sus hojas estaban cosidas en infinitas puntadas minúsculas, perfectamente paralelas. Para que mi goce fuera mayor, se amarraba con unas gruesas cintas que se entrelazaban en quíntuple nudo, de las que la vendedora y yo razonamos que en todo caso siempre podrían reponerse, mientras siguieran existiendo en el mundo cordones de zapatillas de deporte. Con ojales de latón, que no se oxida, apenas tuve que examinar el blúmer; estaba a juego, y se anudaba también, lo que eliminaba la posibilidad de rotura del siempre dudoso y contingente elástico. Ni un gramo de lycra en la composición, ni poliéster ni nylon. Sólo algodón egipcio, de la mejor calidad. Me costó caro, pero valía la pena, ya que pude imaginar cómo mi querida patrona usaría, agradecida, mi regalo al menos durante los próximos cincuenta años.
Ay, al regresar a Cuba, lo primero que hice fue buscar, triunfante, mi regalo, esperando ver los ojos de admiración que mi perfecto trabajo merecía. Sin embargo, me asombró encontrar solamente una frase cortés de agradecimiento y unos ojos cuyo inicial brillo se apagó de inmediato. ¿Qué habría pasado? Una frase, escuchada más tarde por casualidad, me aclaró mi error. Ella me había hecho el encargo pensando secretamente en las lujuriosas artes del capitalismo; soñaba con un ajustador frágil, de encaje, como los que aparecían en las revistas extranjeras, no un "Matapasiones" como el que yo había comprado. Esa palabra, "matapasiones", fue la que por fin me sacó de mi error. Y comprendí que su razonamiento acerca de la fragilidad había sido la excusa que se le ocurrió para justificar su petición. Nunca termina uno de aprender.
Su marido celebraba el cumpleaños durante el mes de Agosto, que yo pasaba siempre en su casa. Así que otra vez también creí haber descubierto la pólvora cuando aparecí con un flamante faro para su bicicleta, acompañado de la dinamo correspondiente. Enseguida me explicaron que todas las bicicletas vienen con faro, pero que hay que quitarlo si se quieren recorrer distancias con un esfuerzo razonable. Ese fue mi segundo regalo fallido.
Un año más, me levanté ese mismo día del cumpleaños, para encontrar la casa desierta. Todos se fueron a celebrar, temprano, al parque Lenin. Pero escucho unos ruidos. Desierta, no. Estaban dos trabajadores picando los azulejos del cuarto de baño. Era, casualmente, el primer día de trabajo. Frente a la casa había un agromercado, así que me acerqué para recolectar el desayuno; una frutabomba y unos cuantos coquitos, dulce que estaba riquísimo. Ofrecí mis manjares a Fico y a su compañero. Fico era el trabajador mayor de los dos, un hombre delgado y risueño, con un gran sentido del humor. Ambos aceptaron la invitación, pero se extrañaron también de que yo desayunara esas cosas tan raras. "Con lo buena que está esa pierna de puerco asada del agromercado, es extraño verte desayunando los coquitos". Entendí la indirecta, y al poco rato aparecí con una libra de carne. Allí fue el gozo, la alegría, solamente empañada por la falta del líquido elemento con que pasar las viandas. Ahí si que estamos embarcados, dije, lo único que tengo a mano son dos botellas de ron, y por la mañana temprano... ¡No importa, tú sácalas, nosotros nos arreglamos con cualquier cosa!, me indicó Fico enseguida. Ya podéis imaginar cómo pasamos el día; la mujer del otro compañero se quedó con la comida puesta; entre cuentos y anécdotas se nos fueron las horas y como a las seis de la tarde, habíamos dado fin a las botellas de ron. En ese momento, Fico vuelve en sí, como de un sueño y, golpeándose la frente, dice: "¡Dios mío, están a punto de volver del parque Lenin, y no hemos trabajado nada en todo el día!" "¡Dale, vamos a recuperar en un momento el trabajo, antes de que se den cuenta de lo que hemos estado haciendo!" Entonces comenzó un frenético ritmo de maza y martillo; los azulejos caían hechos pedazos, sin orden ni concierto y por todas partes a la vez. Y lo peor, en medio del ruido infernal, una tubería se colocó en el lugar inadecuado y sucumbió a los temibles golpes. En eso llegan los dueños de la casa; era el momento álgido de la inundación; un brazo de mar salía del cuarto de baño, mezclado con restos de barro y cal, entre intentos, ya infructuosos, de taponar la brecha, cosa que, después de algunos esfuerzos, y de cerrar la llave general, más tarde se logró hacer. Al final, Fico no perdió el trabajo, pero todos sufrimos una reprimenda justa.
Y este fue mi tercer regalo equivocado y el que más desastres produjo, sin lugar a dudas.
7 comentarios:
Sin duda genuinas historias cubanas, me reí de buena gana, hace mucho que no escuchó y menos aún leo la palabra "matapasiones", lo de dejar el trabajo por unos tragos de ron no sólo es asunto de plomeros, conozco (y de cerca) hasta algunos periodista que alguna que otra vez lo han hecho, un abrazo Yolanda.
Ayayai, si todavía estoy riéndome... Puedo ver el blúmer monumental de la señora Vauquer y su contenida frustración. Qué fiasco! Jajajaja... Te compadezco, amigo. Fue tu Waterloo. En casa mi mamá le decía matapasiones a unos calzoncillos antediluvianos de mi papá -enhorabuena extintos- de esos que tienen "patas". Hasta yo tuve uno hace muchísimos años cuando todavía no distinguía entre el bien y el mal, en el edén de la infancia. De tela poco flexible, pero holgados, se sentían muy cómodos. Siempre me hizo gracia el término "matapasiones", intrínsecamente peyorativo. Recapitulando ahora, a raíz de esta cuota de tus fallos, entiendo a la señora y también a mi mamá, que se reía de la antigua afición de mi padre por el ya célebre modelo. Las entiendo ahora: un matapasiones a cualquiera le congela el corazón.
Gracias por contarloooo...
El matapasiones :))) Muy chusca tu historia...pero eso nos pasa cuando hacemos encargos sin describir exactamente lo que queremos.
Un amigo muy querido se fue una vez a Italia...en ese entonces yo añoraba unos pasteles de la marca Sennelier que eran los que usaba Degas e imposibles de conseguir en México. Le dí alrededor de €200 y le dije que me trajera colores variados. Hubieses visto la cara de Stefano aundo traía mis pasteles, le brillaban los ojos y a mi aún más! Cuando abro la caja y veo que los pasteles deseados eran pasteles de óleo! Nada que ver con lo que yo deseaba tanto... la luz en mi mirada se convirtió en decepción, pues además yo había ahorrado para conseguirlos y eso no me servía. Me sentí muy mal sobretodo por él, porque había como tu, gastado muchas horas consiguiéndome mis deseados pasteles que no han servido para nada :(
Magnífica saga de crónicas, Animal de Fondo. Un abrazo.
Un abrazo a todos. Gracias por la visita y los comentarios.
Estas historias tuyas me han recordado a las que le leí a Nigel Barley en el Antropólogo Inocente: notas desde una choza de barro. Si no lo has leído te lo recomiendo, describe anécdotas muy divertidas de sus intentos de inmersión cultural aliñadas con un finísimo humor inglés.
Un saludo afectuoso
¡No! ¡No me des pistas! ¡Que tengo una montaña de libros por leer y ya comprados!
En serio, gracias por la recomendación; he echado un vistazo en Google e incluso he podido leer algún fragmento, cuando le sacan dos dientes, y algún otro. Creo que me gustará. Me ha recordado también las veces que fui al médico, en Cuba, pensando que estaba aquejado de alguna extraña enfermedad, que se mostraba, indudablemente, en la orina. Y siempre, en el momento en que me daban el diagnóstico, en ese mismo instante, me acordaba de la vez anterior, que había sido idéntica. Es que mi sistema generador de sed, que tan bien funcionaba aquí, no acabó nunca de adaptarse, y si no bebía agua con método, comenzaba una minúscula deshidratación. Y me daba con el puño en la cabeza, porque me ocurrió, por lo menos, tres veces. ¡Y con agua con algo de sales (azúcar, sal y bicarbonato) me curaba inmediatamente!
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